Todo eso que tanto nos gusta (fragmento)Pedro Zarraluki
Todo eso que tanto nos gusta (fragmento)

"En lo alto se alzaba la iglesia, con unas vistas impresionantes sobre la comarca. Los paredones se conservaban bien, pero parte de la techumbre se había desplomado sobre la nave. El altar y la pila bautismal habían sido expoliados.
En su lugar, una higuera crecía en el interior del templo a la sombra del ábside, sustituyendo con su perfume dulzón el ambiente de incensario. A lo largo de la torre del campanario ascendía una hiedra glauca y muy tupida. «La iglesia no es mía —informó la Baldova a mi padre—, pero asumiré los costes de la restauración si conseguimos que me dejen hacerla.» Tomás contenía a duras penas la euforia. Trotaba como una cabra, avisaba a unos y otros de los peligros de derrumbe, descubría rincones insospechados entre los zarzales. A ratos tomaba notas en una libreta, cuchicheaba con Marcelo ante una fachada con las ventanas desbaratadas abiertas a la nada, reclamaba topógrafos sentado sobre una piedra cubierta de verdín.
Cuando el sol comenzó a declinar los operarios se marcharon en el camión. Poco después también nos encaminábamos nosotros hacia el Opel. Ramiro Fontanilla, que como hombre maduro que era necesitaba meditar los amores, nos pidió que le lleváramos a su casa, pero antes se despidió de la italiana en un largo aparte. Los oímos conversar al otro lado del muro, como si estuvieran solos en el mundo. Después ella lo acompañó de la mano hasta el coche, muy amartelada con él. En el camino de regreso, el médico, que viajaba en silencio y con expresión embobada, dijo de repente que era una mujer excepcional, y advertí que Cristina controlaba por el rabillo del ojo la reacción de Tomás. Lo que vio pareció dejarla tranquila, y a mí también. No estaba mi padre en condiciones de sufrir un cólico. Porque otra de las tácticas de Cristina, bastante más innoble que la de hacerse amiga de sus posibles adversarias, era suministrarle laxante a escondidas cuando sospechaba que había quedado con ellas. Durante una larga temporada, cuando Tomás se ausentaba algunos días para trabajar en otra ciudad regresaba asegurando invariablemente que la única comida fiable era la que se servía en casa.
Tras dejar a Ramiro Fontanilla mi padre se negó en redondo a que Cristina cogiera el taxi. Ella tampoco insistió demasiado, ni hizo el menor ademán de moverse del asiento. La llevamos al hotel por la carretera que yo había recorrido tantas veces. En el claro del bosque la silla de la prostituta estaba volcada, como si hubiese habido una pelea o ella hubiera salido apresuradamente. Poco después descendíamos hacia la costa por el camino de tierra. Cuando llegamos, el sol en declive había incendiado el horizonte sobre el mar. La sombra del hotel se extendía por la montaña como un cendal oscuro, alejándose del rompiente de las olas y entregando la arena de la playa a la luz coralina del atardecer. "



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