El afgano (fragmento)Frederick Forsyth
El afgano (fragmento)

"Todos eran de origen muy humilde; habían sido educados en una madrasa, un internado de formación coránica extremista, adherido a la línea wahabí, la más estricta e intolerante. No tenían más conocimientos ni habilidades que los necesarios para recitar el Corán y por eso, como los muchos millones de jóvenes educados en una madrasa, resultaba casi imposible que encontraran empleo. Sin embargo, si el jefe del clan les encomendaba una misión, estaban dispuestos a morir por cumplirla. Aquel mes de septiembre les habían asignado la protección del egipcio de mediana edad que hablaba un árabe nilótico-sahariano, pero que se defendía bastante bien con el pastún. Uno de los cuatro jóvenes se llamaba Abdclahi y su mayor motivo de orgullo y felicidad era su teléfono móvil. Por desgracia, le quedaba poca batería porque se había olvidado de recargarla.
Eran pasadas las doce del mediodía, y los fanáticos devotos no podían dirigirse a la mezquita local sin correr un gran riesgo. Al-Qur había rezado sus oraciones junto con su escolta en el ático en el que se alojaban. Luego había comido un poco y se había retirado a descansar un rato.
El hermano de Abdelahi vivía a cientos de kilómetros al oeste, en la ciudad de Quetta, de tradición igualmente integrista. Su madre estaba enferma y Abdelahi quería preguntar por ella, así que trató de llamar desde el móvil. Nada de lo que tenía que decir habría llamado la atención, sus palabras habrían pasado inadvertidas entre los trillones de conversaciones irrelevantes que tienen lugar a diario en los cinco continentes. No obstante, su teléfono no funcionaba. Uno de sus compañeros le hizo notar la ausencia de líneas de color negro en la pantalla y le explicó cómo recargarlo. Entonces Abdelahi se fijó en el teléfono que el egipcio había dejado en la sala de estar, encima del maletín.
Estaba cargado del todo. A Abdelahi no le pareció que hubiera nada malo en utilizarlo, así que marcó el número de su hermano y oyó el tono de la llamada que sonaba muy lejos, en Quetta. Al mismo tiempo, en las laberínticas instalaciones subterráneas de Islamabad que constituyen el departamento de alerta del Comité de la lucha Contra el Terrorismo (CCT) de Pakistán, una pequeña luz roja empezó a parpadear.
Muchos de los habitantes de Hampshire consideran que el suyo es el condado más bonito de Inglaterra. En la costa sur, frente a las aguas del canal, se encuentra el gran puerto marítimo de Southampton y el astillero naval de Portsmouth. Su centro administrativo es la ciudad histórica de Winchester, dominada por la catedral casi milenaria.
En el corazón del condado, lejos de las autopistas e incluso de las carreteras principales, se encuentra el tranquilo valle del río Meon, una corriente moderada de agua caliza junto a las riberas de la cual se alinean pueblos cuyo origen se remonta a los sajones.
Una única carretera principal lo recorre de sur a norte, pero el valle contiene una multitud de caminos serpenteantes bordeados de árboles, setos y prados. Es un condado rural de los de antes, con muy pocas fincas que superen las cuatro hectáreas y aún menos las doscientas. La mayoría de las granjas conservan las antiguas vigas, ladrillos y tejas, y algunas disponen de un conjunto de graneros de gran tamaño, antigüedad y belleza.
El hombre encaramado en lo alto de uno de los graneros dominaba todo el valle del Meon y divisaba el pueblo más cercano, Meonstoke, a apenas un kilómetro y medio. Al mismo tiempo, a unos cuantos miles de kilómetros al este, Abdelahi realizaba la última llamada telefónica de su vida. El hombre encaramado se enjugaba el sudor de la frente y se disponía a reanudar la delicada tarea de separar las tejas fijadas con arcilla cientos de años atrás.
Habría podido contratar a un equipo de expertos y rodear la construcción de andamios; el trabajo se habría terminado mucho más deprisa y con mayor seguridad, pero también habría resultado mucho más caro. Y ese era precisamente el problema. El hombre del arrancaclavos era un excombatiente; se había retirado tras veinticinco años de carrera militar y había invertido gran parte de su retribución en realizar el sueño de su vida: comprar un lugar en el campo al que por fin pudiera llamar «hogar». De ahí el granero y su finca de cuatro hectáreas, con la senda que conducía hasta el camino más próximo, y este hasta el pueblo.
Pero los soldados no siempre entienden de economía, y los presupuestos que los especialistas le habían presentado para transformar un granero medieval en una casa de campo que resultara acogedora lo habían dejado sin respiración. Por eso se había decidido a hacerlo él mismo, tardara lo que tardase.
El lugar era idílico. Ya imaginaba el tejado restaurado y a prueba de goteras en todo su antiguo esplendor, con la mayor parte de las tejas originales recuperadas en perfecto estado y las restantes compradas en un almacén de material procedente de viejos edificios derruidos. Las vigas estaban en tan buen estado como el día en que las cortaron del roble; sin embargo, los travesaños tendrían que ser reemplazados y cubiertos con material moderno.
Se imaginaba cómo quedarían la sala, la cocina, el estudio y el recibidor unos metros más abajo, donde el polvo cubría las viejas balas de heno. Sabía que le iban a hacer falta profesionales para montar tanto la instalación eléctrica como la de agua, pero ya se había inscrito en algunos cursos de la escuela politécnica de Southampton para aprender a hacer de albañil, estucador, carpintero y cristalero. "



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