La amante de Brecht (fragmento)Jacques-Pierre Amette
La amante de Brecht (fragmento)

"Helene Weigel le dio a Brecht unos golpecitos en el hombro. Brecht se enderezó, puso buena cara y pensó que Berlín era un tonel de sangre, que Alemania, desde su adolescencia, en plena guerra del 14, era también un tonel de sangre y él el espíritu de Heinzchen.
La sangre había corrido por las calles de Múnich y la Alemania moderna había llegado a derramar tanta como en los viejos cuentos germánicos. Él había vuelto al sótano y ahora quería salvar al niño, educarlo, lavar con agua fría aquella sangre que había aún sobre las losas del sótano. Eso es lo que había hecho Goethe con su Fausto, Heine con su Alemania, la mancha era más extensa que nunca; la madre Alemania estaba medio asfixiada.
Por las ventanas veía a mujeres calzadas con grandes zapatos que numeraban piedras. Ya no había calles, sino carreteras y nubes.
Más tarde, en un salón del club de la Liga Cultural, Dymschitz pronunció un discurso breve e inteligente.
Brecht, divertido, observó a Becher, Jhering y Dudow. Vaya trío gracioso y mal avenido, pensó en medio del humo de su puro. Allí delante tenía a los encargados de guiar a Alemania del Este hacia las concepciones grandiosas de la fraternidad artística. Dos de ellos habían sido amigos de juventud. Ahora eran «camaradas».
Imaginemos a tres hombres con gabán oscuro, camisa blanca y corbata de lunares; imaginémoslos en el salón de La Gaviota, vestidos con trajes hechos de un espantoso algodón soviético. Dymschitz estaba leyendo tres hojas grises. Se mostraba refinado como un profesor de universidad que, nombrado rector, guarda la línea para seducir a las jovencitas.
A su lado estaba Johannes Becher. Él no había cambiado. Gafas redondas con lentes de miope: seguía teniendo un aire tierno y afable. Becher se acordaba de cuando Brecht era un joven delgado, descontentadizo, siempre con sombrero y un puro en la boca. Lo recordaba con los pies en una silla, leyendo o, mejor dicho, arrugando periódicos berlineses, satisfecho de haber ganado muy rápido mucho dinero con La ópera de cuatro cuartos; por entonces aprendía «economía de guerra» en un librito azul de tapas duras, se paseaba con dibujos anatómicos, quería comprar un hacha para abrirles la blanda cabeza a los dirigentes de los grandes teatros berlineses. Corría detrás de los tranvías, se subía a los tejados de los teatros con una bailarina de cada brazo. Pensaba dar al público luchas sociales formidables. ¿El problema? Aún no había tenido tiempo de leer a Marx, pero creía a machamartillo en el marxismo por considerarlo un inmenso venero de ideas para comedias. Y Becher, en realidad, mientras Dymschitz leía su discurso de bienvenida, se preguntaba si el viejo Brecht llevaría hoy un hacha escondida en el abrigo. Romperles la crisma a los escritores oficiales de la RDA...
Johannes Becher, nombrado alto responsable cultural en la zona, pensaba en el abrigo de piel impecable que Brecht gastaba de joven. Y se preguntaba si su propia piel se le habría vuelto lo suficientemente dura como para enfrentarse a los «camaradas» expertos en opiniones marxistas, los «especialistas» que dirigían la temible Unión de Escritores. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com