Vitales (fragmento)Greg Bear
Vitales (fragmento)

"Lo seguí como un robot cruzando las filas de vecinos mirones. La multitud se hizo menos densa. Sólo un día más en Berkeley. Sentí la cabeza ligera por el shock retardado. A manzana y media de distancia de las cenizas y el humo, me di la vuelta para mirar la fuente de un sonido rítmico, que asumí era la cadena de una bicicleta que se aproximaba a nosotros por detrás. K me echó a un lado de un empujón justo en el momento que un perro negro y marrón con un morro lleno de dientes rasgó un largo surco en la parte de atrás de mis pantalones.
No era una bicicleta: zarpas de perro, dos dóbermans con correas extensibles sujetas por una joven diana de pelo oscuro y enteramente vestida de negro, con la cara contraída como un melocotón pasado por la furia.
—¡Maldito! —gritó—. ¡Maldito seas podrido hijo de perra! ¡Coméoslo, Reno, Geenie!
Los perros se ahogaron contra sus collares. K salió corriendo hasta una buena distancia, pero para darle algo de crédito por su parte, se paró a dar pisotones y silbar en un intento de dividir la atención de los perros. Corrí de espaldas, con las manos alzadas en un gesto tanto de súplica como de defensa, usando el paquete de mi hermano como escudo. La mujer me miró malignamente. Sus labios estaban manchados de espumarajos. No podía creerme lo que estaba viendo y oyendo.
—¡Destruyes nuestro barrio, persigues a nuestros niños y metes tu gran coche en nuestros céspedes, nos miras con desprecio en los supermercados y te cuelas en nuestros dormitorios! —las palabras se le atragantaban en la garganta.
Los dóbermans bailaban con los ojos en blanco en un éxtasis de rabia. Sus patas traseras resbalaban y empujaban como pistones, los tendones tensos como alambres. Sus garras delanteras rasgaron el aire y tiraron el paquete de Rob al suelo. Las uñas surcaron mis palmas, dejando toscos arañazos sangrientos. Los borrosos arcos gemelos de sus dientes chascaron a menos de medio metro de mi garganta. Podía oler vaharadas almizcladas de comida para perros. Jalaron y resollaron, literalmente colgando de las cuerdas de nailon blanco. El blanco de sus ojos se enrojeció por la presión sobre las venas de los cuellos.
El dóberman de mi derecha se lanzó y me atravesó con los colmillos la yema del pulgar. Volvió a lanzarse y a morder fuerte. Empecé a gritar incluso antes de sentir el dolor. La dueña de los perros trinó y graznó ante la visión de la sangre y les dio más correa a las bestias. El perro de la izquierda encajó sus garras en el hueco de mi hombro, giró la cabeza a un lado, embistiendo e intentando alcanzarme a través del remolino de mis manos, y luego dirigió sus fauces a la meta. Mientras caía, sentí su nariz fría en mi nuez de adán, un roce de labios húmedos, la siguiente herida de marfil, y otro brillante punto de dolor.
Un grave y profundo «retire a los putos perros, señora», seguido por dos disparos como truenos, y caí sobre uno de los arbolitos plantados a los lados de la calle, me deslicé por una rama torcida, tropecé con una cuerda atada a una estaca en la tierra. Una parte de mí vio a los dos perros detenerse en seco y caer como si los hubieran golpeado dos martillos gigantescos. La sangre salpicó el asfalto.
Terminé la caída a tierra y me quedé de espaldas en el suelo, con las manos apretadas contra mi camisa, sollozando entrecortadamente por la impresión y para recuperar el aliento. K se movió rápidamente sobre sus cortas piernas. Le arrebató el paquete de Rob y miró a la cazadora con fría irritación. Sus ojos se oscurecieron.
El tirador corrió escalones abajo desde una casucha a no más de diez metros con una 45 negra en una mano, la otra agarrando la muñeca, preparado para hacer un tercer disparo. Vestía pantalones cortos rojos y una camiseta blanca que dejaba al descubierto su panza de mediana edad. Sus brazos y piernas eran gruesos y peludos y sus gordas manos parecían blandas y rosadas. Miró a los perros con un ceño arrugado y emitió algunas palabras de compasión. "



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