La intersección de Einstein (fragmento)Samuel R. Delany
La intersección de Einstein (fragmento)

"La lluvia seguía goteándome en los ojos; me ardían las palmas de las manos, y lo que me sostenía se estaba poniendo resbaladizo.
-¿Viste alguna buena del Oeste? -Niño Muerte meneó la cabeza. -Qué lástima. No hay nada que me guste más que una del Oeste.
Se pasó el dedo índice por debajo de la nariz, y aspiró. La lluvia le bailaba en los hombros cuando se inclinaba hacia adelante para hablarme.
-¿Qué es «una del Oeste»? - dije. Todavía me dolía el pecho -. ¿Y de veras me vas a dejar... -tosí otra vez-... colgado aquí veintiséis minutos?
-Es una forma de arte de la vieja raza, los humanos, de antes que viniéramos nosotros- dijo Niño Muerte -. Y sí, te dejaré colgado. La tortura es también una forma de arte. Te rescataré en la última escena. Mientras, quiero mostrarte algo.
Señaló el borde del camino de donde yo había caído.
Friza, mirando hacia abajo.
Se me cortó la respiración. El dolor me estalló en el pecho, y en mis ojos desorbitados ardió la lluvia. Cara morena, hombros delgados y húmedos. Alzó la cabeza (bajo mi vientre resbalaban guijarros, el látigo me envolvía todavía el pescuezo, y el mango oscilaba golpeándome un muslo) para que el agua le entrase en la boca. Miró otra vez y la vi (¿oí?) extrañada por haber vuelto a la vida, confundida por la lluvia, esas rocas torcidas, esas nubes. La gloria batía detrás de aquellos ojos, sobre mí. Una voz articulada, y ella hubiese gritado mi nombre; me vio, y en un impulso me extendió una mano (¿oí el miedo?).
-¡Friza!
Fue un grito.
Tú y yo sabemos qué palabra grité. Pero ningún otro que escuchase el sonido áspero que me salió de los pulmones lo habría reconocido.
Todo eso, entiéndelo, en el tiempo que se tarda en abrir los ojos a la lluvia, lamer la gota que cayó en un labio, luego atender a lo que hay delante y descubrir que es alguien que amas y está a punto de morir y trata de gritar tu nombre. Eso hizo Friza allí, al borde del camino.
Y yo seguí gritando. Y Niño Muerte reía entre nosotros. Friza empezó a buscar a la derecha y la izquierda un camino para bajar. Subió, desapareció, volvió un momento después, y dobló una planta sobre el borde del camino.
-¡No, Friza!
Pero Friza ya descendía; los pies venían desprendiendo tierra y guijarros. Al fin, cuando estuvo colgando del borde mismo, la línea oscura del cuerpo doblada sobre la roca, tomó el mango del látigo -no con las manos ni con los pies, sino más bien como cuando había tirado aquella piedra, como Araña cuando había empujado un trozo de cemento-; tomó el mango, que me rozaba un muslo, lo alzó y tiró, trabajosamente, hasta que la lluvia le brilló en los costados, y ató el mango a la planta, arriba de la primera horcadura. Luego trepó, retrocediendo: sacudida de un brazo, arriba un momento, sacudida, arriba, sacudida, de un punto de apoyo a otro, hacia el camino. No podía sacármelo de la cabeza: aquí ella despierta, después de cuántos días de muerte, y sólo tiene un instante de gloria antes de precipitarse a rescatar una vida que escapa ahí abajo.
Todo lo hacía para salvarme. Quería que yo me tomara del látigo, trepando así hasta el árbol, y luego por el árbol hasta el camino. La lastimaba y la amaba; me aguanté y no caí.
Niño Muerte todavía reía. Apuntó a la cima del árbol torcido.
-¡Quiébrate! -susurró.
El árbol se quebró.
Friza cayó, soltando inmediatamente la rama; manoteando la piedra mientras caía, alcanzando la tira de cuero que me colgaba del pescuezo, y soltándola.
La soltó porque me hubiera arrastrado al precipicio. "



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