Un amor (fragmento)Luis Durand
Un amor (fragmento)

"Me afeito con pereza y me lavo con bastante minuciosidad. Comienzo a vestirme cuando siento que de nuevo tornan a llamar. Sin alcanzar ni siquiera a ponerme la corbata, me dirijo a la puerta. Allí me encuentro con Sebastián, quien me trae un recado de don Andrés.
—Me encargó el patrón que le dijera que si no tenía inconvenientes, lo llevara en el auto a la casa. La señora me encargó también que pasara por la casa de la señora Reina en el caso que usted no estuviera, para pedirle que se vaya a tomar el té allá, si le parece, voy a buscarla mientras usted termina de arreglarse.
—Está bien, Sebastián, lo espero. Si la señora Reina no está lista, puede usted esperarla todo el tiempo que sea necesario. Yo no tengo prisa.
Termino de vestirme en dos minutos y me siento a leer unos cuadernos de Arte que acaban de llegar a la Librería Francesa. El sol está muy agradable y aquellas páginas son de tanto interés, que no me doy cuenta cómo pasa una hora, cuando oigo a Sebastián que llama en la puerta.
El coche se ha detenido al sol, y Reina está en el rincón en donde la viva y dorada claridad resplandece en su cabellera, ligeramente colorina.
—¡Qué hay, Juan, qué gusto de verlo! —me saluda, con su sonrisa franca y efusiva.
—¡Cómo le "va, Reina! —le contesto—. El gusto es para mi. Nunca creo haber dicho una verdad tan cabal... Porque es una Reina la que veo aquí. ¡Qué nombre tan bien puesto!
—Gracias, Juan —sonríe dulce y digna, sin coquetería—. Es usted un hombre muy amable. Pero no olvide que ése no es mi nombre.
—Eso no importa —exclamo con sincera alegría de verla. La gracia es que usted es una Reina de todos modos. El diminutivo es una maravillosa coincidencia.
—¡Qué día tan hermoso, tan tibio, tan claro! Parece un cristal el aire —me dice.
—De veras —le contesto. Y me quedo pensando en la gracia natural, en la aristocracia que hay en la manera de ser de esta bella mujer.
Me abstraigo, y lo curioso es que me quedo pensando en ella. Sin decirle una palabra. El coche se traga la distancia, tomando la Avenida Costanera, y yo voy cavilando acerca de mi propio sino. ¿Por qué no me tocó en suerte encontrarme en el camino a una mujer como ésta? Se me figura que hubiese sido un suave y reposado cariño, sin trastornos, sin esas inesperadas alternativas que siempre me ocurrieron a mí. ¿O es que yo nunca supe inspirar un gran amor? Más bien dicho, mantenerlo, asegurarlo. Se me figura que los hombres sin inquietud permanente son los que mantienen en el fiel de la balanza el amor de una mujer. Yo no sope aprender ese arte. En este momento pienso que Reina es la seguridad, la dignidad amorosa. Porque para amar también se necesita una dignidad. Un decantamiento emocional. No lo sé explicar. Sin embargo, creo ahora que mujeres como Ana Luisa y Sylvina son pájaros que aman cielos y paisajes distintos y que se fastidian de permanecer siempre en un mismo sitio. Oyendo una misma melodía.
Sin darme cuenta, de pronto, murmuro en voz alta, como si contestara una pregunta:
—No lo supe ver. No supe encontrarla...
Reina sonríe con dulce y suave malicia. Sus ojos arden un instante. Hemos llegado y me dice al disponerse a bajar:
—¿Es un monólogo interior?
—Si —le contesto—, un monólogo que usted, Reina, ha inspirado.
—¡Vaya! —murmura burlona—. No creí que el invierno diera tanto impulso a la imaginación. Pronto cambiará usted de ideas...
—No olvide que las apariencias engañan —Insinúo, sin darle énfasis a mis palabras. "



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