Volveremos a Venecia (fragmento)Luis del Val
Volveremos a Venecia (fragmento)

"Licia había dormido la noche anterior en Barcelona, mientras Antonio había venido con su coche desde un Vallefrío anochecido a las tres y media de la madrugada, y todavía no se había desprendido de un cierto sentido de culpabilidad, porque su mujer se había levantado un poco antes que él, y le había preparado una tortilla de jamón, que le había puesto en un panecillo, y le había dado un abrazo de despedida que, de no ser porque Antonio ya no sabía quién era desde que estaba encandilado por la juez, le habría hecho retroceder y desbaratar un plan cuidadosamente trazado desde dos meses antes. También es cierto que nada más ver a Licia, esos remilgos se diluyeron y las aprensiones quedaron sofocadas por la alegría de tenerla al lado y de saber que iban a pasar tres largos días juntos, y una exaltación desconocida, tal que si hubiera bebido un sorbo de la fuente de Juvencio le alborotó por dentro y le incitó a creer que no tenía muchos más años que su compañera de viaje y, desde luego, ninguna responsabilidad familiar.
Como Antonio había insistido en que la excursión estuviera acomodada a su economía, el vuelo no era directo, e hicieron escala en el aeropuerto de Milán, y luego tomaron otro avión a Venecia, a la que llegaron cuando la tarde se despedía y el sol se escondía frente al Lido, y ponía, sobre el azul oscuro de la Laguna, los cárdenos tonos del crepúsculo.
A Licia le deprimían los hoteles baratos. Sabía que no era rica, porque su padre y su madre, y muchísimo más su abuela, se habían encargado de advertírselo con frecuencia casi excesiva, pero desde niña se le había desarrollado una intuición natural que le permitía distinguir si estaban en un establecimiento de dos, tres o cuatro estrellas, no digamos de cinco.
Había elegido, pues, un hotel de tres estrellas, pero mucho más acogedor que cualquiera de los de cuatro, gracias a su ubicación y a su decoración cuidada.
El hotel Torino ocupaba un viejo palacio en la calle Ostreghe que, por un lado, conectaba con la calle Larga XXII de Marzo, la cual arrojaba al peatón a la plaza de San Marcos, justo enfrente de la Basílica, y por otro, en un tramo algo más largo, pero que no sobrepasaba los diez minutos, dejando siempre a la izquierda el teatro de La Fenice, y luego el Goldoni, te llevaba hasta el Gran Canal, justo a un lado del puente de Rialto.
Lo que había sido un palacio del siglo XVI se había convertido en un hotel del XXI, con decoración del XVIII y del XIX, uno de esos hoteles pequeños y caros, que bajo la aparente humildad de sus tres estrellas ofrecían el confort de los hoteles de cuatro, pero con el encanto de ser muy pocas las habitaciones -debía de tener unas veinte- y el cristalizado esfuerzo decorativo que les permitiría recordar, nada más entrar o al despertarse, que se encontraban en una ciudad histórica.
Licia había tenido la malicia de abonar aparte el sobreprecio del paquete turístico para que en las cuentas que Antonio se había empeñado en repasar se reflejara una cantidad aceptable, y comprobó a la llegada, a pesar del cansancio del trasbordo y de las horas de espera en el aeropuerto de Malpensa, que su elección había sido acertada.
La profesionalidad de la hostelería veneciana, esa mezcla de afecto fingido y distanciamiento, estaba representada por una chica más joven que Licia que les dio la bienvenida, les deseó una feliz estancia como si su propia felicidad dependiera de ello, y, nada más verlos dirigirse a las escaleras, tomó el teléfono y soltó un «Pronto!» neutral, quizás porque de la misma manera que no se puede estar todo el tiempo en la excelencia, es imposible permanecer en la afabilidad y el amor al prójimo de una manera crónica.
No obstante, el efecto profesional ya se había producido, y el encuentro con la habitación, pequeña, pero decorada con gusto, no desmereció de la buena impresión recibida en el vestíbulo y en los trámites de recepción.
Antonio comenzó a abrazar a Licia por detrás, como si el largo viaje hubiese sido un expediente de procedimiento para lograr un abrazo íntimo, pero Licia, más pragmática, fue desgranando el adverbio luego, con esa habilidad mujeril para convertir los aplazamientos íntimos en zanahorias que los hombres siguen con obediente excitación y complacida esperanza. "



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