Stoner (fragmento)John Edward Williams
Stoner (fragmento)

"En su tierna juventud, Stoner había pensado en el amor como en una manera de existir absoluta a la que podría acceder si era afortunado; en su madurez había decidido que era el cielo de una religión falsa hacia el que se debía mirar con sosegado descreimiento, benévolo y crónico desprecio y vergonzante nostalgia. Ahora, a su mediana edad, empezaba a entender que ni se trataba de un estado de gracia ni de una ilusión; lo veía como un acto humano de conversión, una condición inventada y modificada, minuto a minuto y día a día, por la voluntad y la inteligencia del corazón.
Las horas que antes pasaba en su despacho mirando por la ventana el paisaje que relucía y se vaciaba ante su mirada ausente, las pasaba ahora con Katherine. Cada mañana, temprano, iba a su despacho y se sentaba nervioso durante diez o quince minutos. Luego, incapaz de hallar reposo, vagaba por los exteriores del Jesse Hall y atravesaba el campus hasta la biblioteca, donde buscaba por las estanterías durante otros diez o quince minutos. Y por fin, como si fuese un juego que jugaba consigo mismo, se entregaba a su ansiedad autoimpuesta, salía por una puerta lateral de la biblioteca y emprendía camino hacia la casa en la que vivía Katherine.
A menudo trabajaba hasta bien entrada la noche y algunas mañanas llegaba a su apartamento para encontrarla recién despierta, cálida, sensual y somnolienta, desnuda bajo la bata oscura que se había puesto para abrir la puerta. A menudo aquellas mañanas hacían el amor casi antes de hablar, dirigiéndose hacia la cama estrecha aún deshecha y caliente del sueño de Katherine.
Su cuerpo era alargado, delicado y furiosamente suave y, cuando la tocaba, su torpe mano parecía cobrar vida sobre aquella carne. A veces contemplaba su cuerpo como si fuese un valioso tesoro puesto bajo su custodia, dejaba que sus dedos romos jugaran con la húmeda piel clara y rosada de los muslos y el vientre, y se maravillaba de la delicadeza, intrincada y simple, de sus senos pequeños y firmes. Le venía a la cabeza que nunca antes había conocido el cuerpo de otra persona y, más allá de eso, le venía también a la cabeza que ése era el motivo por el cual siempre, sin saber por qué, había hecho distinciones entre la personalidad de alguien y el cuerpo que portaba esa personalidad. Y le vino a la cabeza por fin, con lucidez irrevocable, que él nunca había conocido a ningún otro ser humano ni en la intimidad, ni tampoco en la confianza ni al calor humano del compromiso.
Como todos los amantes hablaban mucho de sí mismos, como si por ello pudieran comprender el mundo que los hacía posibles. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com