Espiral de artillería (fragmento)Ignacio Padilla
Espiral de artillería (fragmento)

"Un bofetón de náusea me cegó por instantes mientras bajaba del tren en Malombrosa. Hipersensible a las miserias del puerto, o aturdido todavía por mis recuerdos navegados en ectricina, de inmediato confirmé que en un sitio como ése media humanidad estaría buscando algo que la otra mitad no estaba dispuesta a ceder de buenas a primeras. Si bien la perspectiva de instalarme en un ambiente hostil no me era del todo ajena, me pareció esta vez que las cosas tenían matices que era difícil pasar por alto. Por una parte, me tranquilizaba saber que nadie ahí sabía de mi pasado, y que incluso la policía de aquella provincia apartada difícilmente ostentaría la misma omnisciencia de la que hasta hace poco había hecho gala la de la capital. Llevaba además algún dinero, ropa y ectricina suficientes para sobrevivir varias semanas, de modo que no era la indigencia lo que me preocupaba. Era otra cosa, probablemente el temor de volver un día a mi rutina sin haberme enfrentado a los demonios que me asediaban, o quizá la sospecha indiscernible de que ese viaje encerraba la amenaza de una metamorfosis contra la cual había luchado desde mis épocas de estudiante y que empezó a cobrar fuerza cuando la multitud me llevó a empellones fuera de la estación ferroviaria.
A esa hora de la tarde las casas, las calles y las tiendas de Malombrosa mostraban un incómodo silencio de clausura. Nada hacía pensar en la proverbial animación de esos puertos que llevan siglos cobijando putas y marinos en la provisionalidad desalentadora de sus viajes. Cuando al fin pude preguntar a un marinero por un lugar donde hospedarme, éste me miró como si la sola idea de quedarme ahí fuese el mayor de los desatinos. Más tarde, sin embargo, cuando fui a la policía para informar como es debido de mi llegada, los propios responsables del registro me sugirieron que mejor buscase una pensión, pues en esos tiempos los registros de huéspedes eran los únicos fiables con los que podían contar las autoridades. Todavía me parece escuchar la voz de la funcionaría prognata que entonces me dijo en el tono de quien está harto de dar siempre la misma explicación a demasiada gente: –Si tiene dinero, puedo conseguirle lo que sea, excepto una forma legal de registro de llegada. Aquí la ley es lo único que no puede comprarse ni con todo el oro del mundo–. Tras decir esto, me entregó de mala gana una tarjeta con los datos de una pensión de nombre visiblemente extranjero que tenía no obstante la sonoridad nefasta con que todas las lenguas aluden a ciertos insectos ponzoñosos.
Abandoné, pues, el registro con el desconcierto de haber dejado de sentir al mismo tiempo la amenaza y la protección de los poderosos. Una hilera de sirenas de barco se mezcló de pronto con el canto inusitado de un muecín que llamaba por altavoz a la plegaria. Temeroso de que la noche me sorprendiera sin haber hallado abrigo, me aferré a la tarjeta que me había entregado la mujer del registro y me adentré en el pueblo.
Al cabo de media hora desemboqué en un mercadillo a punto de cerrar. En el aire flotaba un olor picante en el que pude distinguir la memoria del clavo, el azafrán, la pimienta, una bacanal de especias cuyos restos cubrían aún el suelo con una alfombra evanescente. Iba a declararme extraviado cuando distinguí, al fondo de la calle, el azul inconfundible con que en otros tiempos se pintaban las fachadas de ciertos moteles administrados oblicuamente por la policía. Sobre la puerta había un letrero donde el nombre de la pensión encabezaba una lista desquiciada de servicios que incluía envíos postales, asistencia mecanográfica para el llenado de licencias navales, renta de instrumental médico para la extracción de muelas y apoyo jurídico en gestiones relativas a no entendí qué oficina de abasto marítimo. Antes siquiera de que hallase el timbre, me abrió la puerta un hombre cuyos lánguidos modales habrían encajado a la perfección con los del responsable de una funeraria. Sin cortesía ni enfado, mi anfitrión anotó los detalles de mi cédula de identidad y me guió en silencio hasta una habitación cuyo único atractivo era un ángulo de mar que se asomaba tímido por la ventana herméticamente cerrada. El graznido agorero de una legión de gaviotas atravesaba aquellos muros visiblemente frágiles, tapizados de amarillo, que franqueaban un camastro de sábanas viejas, un escritorio sin silla y un vaso de plástico que ostentaba una flor anaranjada, también de plástico. El suelo y el mosaico en el corredor apestaban a lejía. Una cordillera de burbujas de escayola denunciaba que el techo había sido pintado recientemente para disimular una epidemia de filtraciones más bien irreparables. "



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