La linterna mágica (fragmento)Ingmar Bergman
La linterna mágica (fragmento)

"Presa de la desesperación, volví mis ojos a Jesús y le pedí a mi padre que me dejara asistir a las clases de catequesis un año antes de lo previsto. Mi petición fue atendida y traté de liberarme de mi azote por medio de ejercicios espirituales y plegarias. La noche antes de hacer mi primera comunión traté por todos los medios de combatir mi demonio. Luché contra él hasta muy entrada la madrugada, pero perdí la batalla. Jesús me castigó con un enorme grano infectado en mitad de mi pálida frente. Cuando recibí los sacramentos, se me contrajo el estómago y no vomité de milagro.
Todo esto resulta hoy un poco cómico, pero entonces era una realidad amarga. ¡Y las consecuencias no se hicieron esperar! El muro que separaba mi vida real y mi vida secreta se fue haciendo cada vez más alto y pronto se volvió insalvable; la ocultación de la verdad, cada vez más necesaria. Mi mundo imaginario sufrió un cortocircuito que necesitó muchos años y la ayuda de muchas personas amables y sensibles para arreglarse. Mi aislamiento se fue haciendo hermético y sospeché que me estaba volviendo loco. Encontré algún consuelo en Strindberg, en el tono burlesco y anarquizante de sus cuentos de Giftas [Casados], Sus palabras sobre la comunión resultaron balsámicas y la historia del alegre calavera que sobrevive a su virtuoso hermano fue reconfortante. Pero ¿cómo coño podía conseguir yo una mujer, una mujer cualquiera? Todos jodían menos yo, que me masturbaba, estaba pálido, sudaba, tenía ojeras y problemas de concentración.
Estaba además demacrado, andaba cabizbajo, estaba irritable, siempre de mala leche, pendenciero, me enfurecía y gritaba, sacaba malas notas y cosechaba bofetadas a mansalva. Los cines y el lateral del tercer piso del anfiteatro del Teatro Dramático eran mis únicos refugios.
Aquel verano no lo pasamos como de costumbre en «Våroms» sino que fuimos a un chalet amarillo situado al borde de una frondosa bahía en la isla de Smådalarö. Ese fue el resultado de una larga y envenenada lucha habida tras la fachada, cada vez más averiada, del hogar del pastor. Mi padre odiaba «Våroms», odiaba a la abuela y el ahogado calor del interior. Mi madre aborrecía el mar, el archipiélago y el viento que le daba reuma en los hombros. Por alguna razón desconocida había cedido en su resistencia: «Ekebo», en la isla de Smådalarö, fue por muchos años nuestro bucólico lugar de veraneo.
El archipiélago fue para mí una experiencia perturbadora. Había veraneantes e hijos de veraneantes, muchos de mi misma edad. Eran audaces, hermosos y crueles. Yo tenía la cara llena de granos, iba mal vestido, tartamudeaba, me reía a carcajadas y sin motivo, era una calamidad en todos los deportes, no me atrevía a tirarme al agua de cabeza y hablaba en cuanto podía de Nietzsche, talento que apenas resultaba útil en las rocas de la playa.
Las chicas tenían tetas, caderas, culos y alegres risas burlonas. Yo me acostaba con todas ellas en mi cálida habitación de la buhardilla, las torturaba y las despreciaba. Los sábados por la noche había baile en el granero de la casa solariega. Todo era igual que en La señorita Julia de Strindberg: la luz de la noche, la excitación, los penetrantes aromas de las lilas y el cerezo aliso, el chirriante violín, el rechazo y la aceptación, el juego y la crueldad. Como faltaban muchachos para el baile de los sábados, me perdonaban la vida y me dejaban ser uno más, pero no me atrevía a tocar a las chicas porque inmediatamente se me empinaba. Por si fuera poco, no sabía bailar y no tardé en ser arrinconado. Amargado y furioso. Herido y ridículo. Aterrorizado y encerrado en mí mismo. Repugnante y lleno de granos. Así era la adolescencia modelo burgués el verano de 1932.
Leía sin descanso, la mayoría de las veces sin entender, pero era sensible a los acentos: Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Defoe, Swift, Flaubert, Nietzsche y, como ya he dicho, Strindberg. "



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