Un sombrero lleno de cerezas (fragmento)Oriana Fallaci
Un sombrero lleno de cerezas (fragmento)

"Lydia y Rebecca también la acogieron con los brazos abiertos. Eran dos viejecitas con aspecto humillado y siempre vestidas de negro. Rebecca tenía setenta años: seis más que John, de sesenta y cuatro; cuarenta más que Ann y Marianne, de treinta; cuarenta y cinco más que Letizia, de veinticinco. Y Lydia tenía casi sesenta, pero los llevaba peor si cabe que Rebecca. Ignoradas por todos, incluso por sus hijos, ya adultos, relegadas a una soledad que sólo aliviaban las escasas visitas del marido y, por lo tanto, ansiosas de tener compañía, la recibieron como si fuera un don caído del cielo. La alojaron en la habitación que había pertenecido a la presunta viuda Hodgkinton. La relavaron, le dieron de comer, la cubrieron de mimos al igual que Marianne. Así que, Bebé se acurrucó entre sus brazos como un recién nacido en la cuna. Le parecía que había regresado al pequeño gineceo de la vía Legrange, decía el abuelo Antonio. A los hermosos tiempos en que tenía tres mamás y Marianne le ponía la comida en la boca, en el lugar de Lydia estaba Suzanne, y en el lugar de Rebecca, la Jante Jacqueline. Salt Lake City la conquistó, en una palabra. Borró, incluso, la añoranza de Nueva York, de Irving Place, de los Nesi. Qué importaba si fuera de la cuna la realidad agredía cada dos pasos. Con las residencias de Brigham Young, por ejemplo. La Bee House o Casa de las Abejas, donde el muy canalla tenía a sus mujeres jóvenes y a los críos; la White House o Casa Blanca, donde relegaba a las que ya estaban maduritas y, por tanto, excluidas de los coitos conyugales. La Lion House, donde custodiaba a la favorita de turno, es decir, a Amelia Foldom: una bostoniana que tenía cincuenta años menos que él. O con las ocurrencias de los Apóstoles, que habían colocado a sus harenes en villitas contiguas pero independientes las unas de las otras. Cada villita, una mujer cuyo nombre estaba encima de la puerta: «Lucy», «Clarissa», «Joan», «Abigail». Y con el espectáculo que ofrecían las pobrecillas cuando iban a misa los domingos, todas en fila india detrás del marido, como si fueran ocas detrás del dueño... Y qué importaba, porque, asilo jurídico y tres mamas aparte, aquel mundo de hombres saciados le ofrecía una libertad que no había saboreado jamás. La libertad de quien ignora la llamada de los sentidos y del amor. Allí, nada de aventuras carnales o románticas. Nada de idilios, nada de tentaciones, nada de pasiones. La gente se casaba y ya está. Por principios sociales y religiosos, con la finalidad de procrear: no por amor o siguiendo la llamada de los sentidos. Ni siquiera se practicaba el adulterio: un pecado que el divorcio y la poligamia habían convertido en algo realmente inútil, pero que, en cualquier caso, estaba castigado con la excomunión, un año de cárcel y quinientos dólares de multa. Y la belleza no importaba. Es más, la consideraban una amenaza, un anzuelo que favorecía el vicio. Podía, por lo tanto, permitirse el lujo de no seducir a nadie, y se lo concedió. Ya no le importaba ser guapa. Ya no se ponía la peluca, con alegre despreocupación exhibía su imperceptible manto de hilos de oro, su cráneo todavía casi calvo.
—Je m'en fiche. I don't care. (Me trae sin cuidado).
El problema es que los vetos, los moralismos, no apagan los deseos. Si acaso los encienden, los exasperan, y sin peluca ella estaba igual de guapa. El cráneo rapado resaltaba sus altos pómulos, su perfecto perfil, su cuello largo y delgado. Le confería un encanto especial, un atractivo a la que ni siquiera un hombre satisfecho y respetuoso de las normas hubiese podido sustraerse. Pasadas dos semanas el señor Dalton fue a recoger a Marianne y... "



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