Ébano (fragmento)Ryszard Kapuscinski
Ébano (fragmento)

"Alba y crepúsculo. Son las horas más agradables en África. El sol o todavía no achicharra o ya no nos atormenta. Deja vivir, deja existir.
Las cataratas de Sabeta distan de Addis-Abeba veinticinco kilómetros. Viajar en coche por Etiopía es una especie de compromiso que se negocia a cada instante: todos saben que el camino es viejo, estrecho y lleno de gente y vehículos, pero saben asimismo que tienen que caber en él, y no sólo caber sino también moverse, trasladarse e intentar alcanzar sus destinos. A cada momento, ante todo conductor, pastor de ganado o viandante surge un obstáculo, un rompecabezas, un problema que exige solución: cómo pasar sin chocar con el vehículo que viene en sentido contrario, cómo llegar hasta las vacas, los carneros y los camellos sin pisar a los niños y a los tullidos que andan arrastrándose; cómo pasar al otro lado sin caer bajo las ruedas de un camión, sin ensartarse en los cuernos de un buey, sin arrollar a una mujer que lleva
sobre la cabeza un peso de veinte kilos, etc., etc. Y, sin embargo, nadie grita a nadie, nadie se enfada, ni maldice, ni blasfema, ni amenaza: todos corren su slalom con paciencia y en silencio, hacen piruetas, esquivan choques y embestidas, maniobran y se zafan del peligro, se agolpan y, sobre todo —lo más importante—, avanzan. Si se produce un embotellamiento, todos, tranquilos y a una, tomarán parte en la operación de desatascarlo; si se forma una multitud compacta, todos, milímetro a milímetro, acabarán solucionando la situación.
El río, rápido y poco profundo, fluye por un agrietado lecho de piedras, bajando cada vez más hasta alcanzar un abrupto salto, desde el cual se precipita al abismo. Son las cataratas de Sabeta. Arriba, en el curso alto del río, un pequeño etíope, tal vez de no más de ocho años, se gana el pan haciendo lo siguiente: se quita toda la ropa ante la mirada de los visitantes y, arrastrado por las rápidas aguas, baja sobre su culito desnudo por el pedregoso fondo hasta el borde del precipicio. Cuando se detiene junto al abismo, cuyo
estruendo llega desde abajo, los espectadores lanzan dos gritos: el primero, de terror y el segundo, inmediatamente después, de alivio. El niño se levanta, se vuelve de espaldas y se inclina, enseñando el trasero a los turistas. No hay en este gesto ningún desprecio ni falta de respeto. Todo lo contrario: orgullo y deseo de tranquilizar a quienes lo miramos, mostrándonos que, al tener -¡fijaos!- la piel de las nalgas tan bien curtida, puede bajar por un lecho erizado de piedras afiladas sin hacerse daño alguno. En efecto, la piel
parece tan dura como las suelas de las botas de un alpinista.
Al día siguiente, en la cárcel de Addis-Abeba. Ante la entrada, bajo un estrecho tejado de hojalata, una cola de personas esperando la hora de visita. Puesto que el gobierno es demasiado pobre como para uniformar a la policía, la guardia de las prisiones, etc., los jóvenes descalzos y apenas vestidos que deambulan junto a la verja no son sino los vigilantes de la cárcel. Debemos persuadirnos de que tienen poder, de que deciden si nos dejarán entrar, tenemos que creer en ello y esperar hasta que acaben de discutir, seguramente acerca de si nos permitirán o vetarán el paso. La vieja prisión, construida todavía por los italianos, era utilizada por el régimen promoscovita de Mengistu para encerrar y torturar a los miembros de la oposición; ahora, en cambio, el poder actual mantiene metidos entre rejas a hombres de los círculos más próximos a Mengistu, miembros del Comité Central, ministros, generales del ejército y de la policía.
Levantada por Mengistu, encima de la entrada se ve una gran estrella en compañía de una hoz y un martillo, y en el interior de la cárcel, en el patio, un busto de Marx (es una costumbre soviética: en las entradas de los gulags se colgaban retratos de Stalin y en el interior se erguían monumentos a Lenin). "



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