La canción de Salomón (fragmento)Toni Morrison
La canción de Salomón (fragmento)

"Lechero se despertó a mediodía. Alguien había entrado en su cuarto mientras dormía y había colocado un ventilador en el suelo a los pies de la cama. Se quedó escuchando el zumbido del aparato durante largo tiempo y al fin se levantó para llenar la bañera. Se hundió en el agua tibia, todavía sudando, demasiado cansado para enjabonarse. De vez en cuando se rociaba la cara con agua humedeciéndose la barba de dos días. Se preguntó si sería capaz de afeitarse sin cortarse en dos la barbilla. La bañera le resultaba incómoda, demasiado pequeña para poder estirarse a pesar de que aún recordaba el día en que casi podía nadar en ella. Se miró las piernas. La izquierda parecía ahora casi tan larga como la otra. Recorrió su cuerpo con la vista. Allá estaba la huella de la mano del policía a cuyo contacto su carne se habla estremecido como los flancos de los caballos cuando sienten el cosquilleo de las moscas.
Pero había también algo más. Una especie de vergüenza adherida a su piel. Vergüenza de haberse visto abierto de pies y manos sobre el coche, de haber sido cacheado y esposado. Vergüenza de haber robado un esqueleto, más como un niño travieso en la noche de difuntos que como un hombre hecho y derecho dispuesto a ejecutar un delito castigado por la ley. Vergüenza de haber tenido que recurrir a su padre y a su tía para recuperar la libertad. Más vergüenza todavía de ver a Macon —con esa frase acomodaticia: «ya saben cómo son estas cosas»— humillarse ante los policías. Pero nada comparable con la inmensa vergüenza de ver y oír a Pilatos, no sólo por su actuación de la negrita sumisa y humillada, sino porque lo habla hecho tan de buen grado por él, Lechero, por el hombre que acababa de salir de su casa llevándose a cuestas lo que ella consideraba su patrimonio. No importaba el hecho de que él aún creyera que Pilatos había robado el oro. Además, ¿a quién se lo había robado? ¿A un muerto? ¿A su padre que también había querido robarlo? Tanto lo codiciaba entonces como lo codiciaba ahora. También él, Lechero, lo había robado y, lo que es más, había estado dispuesto —a menos eso se había repetido en su interior— a agredirla si aparecía en la habitación y le encontraba con las manos en la masa. Había estado dispuesto a golpear a una anciana negra que le había ofrecido el primer huevo cocido perfecto que había comido en su vida, que le había mostrado el firmamento, azul como las cintas del sombrero de su madre, de modo que desde aquel día cada vez que miraba al cielo no sentía la distancia, la lejanía, sino que lo reconocía como algo íntimo, familiar, como el cuarto en que vivía, un lugar en que encajaba, al que correspondía. Le había contado cuentos, le había cantado canciones, le había alimentado de plátanos y bizcochos de maíz, y, cuando llegaba el frío, con sopa de nueces bien calentita. Y si su madre no mentía, esta anciana —cercana ya a los setenta, pero con la piel y la agilidad de una adolescente— le había traído al mundo cuando sólo un milagro podía conseguirlo. Fue aquella misma mujer, aquella a quien él hubiera golpeado hasta dejarla inconsciente, la que irrumpió en la comisaría y actuó ante los policías ofreciéndose indefensa a sus risas, a su piedad, a sus burlas, a su desprecio, a su incredulidad, a su odio, a su capricho, a su disgusto, a su poder, a su ira, a su aburrimiento… a todo lo que pudiera ser de utilidad para salvarle a él.
Lechero chapoteó en el agua con las piernas. Recordó de nuevo la mirada que Guitarra había dirigido a Pilatos, llenos de refinado odio sus ojos. No tenía derecho a mirarla así. De improviso, Lechero supo cuál era la respuesta a la pregunta que nunca osara formular. Sí, Guitarra podía matar, era muy capaz de hacerlo y probablemente lo había hecho ya. Y los Siete Días eran consecuencia de esa capacidad, no la causa. No. No tenía motivo alguno para mirarla así, pensó. Incorporándose en la bañera, se enjabonó a toda prisa.
El calor de septiembre le fulminó tan pronto como salió a la calle acabando con la agradable sensación provocada por el baño. Macon se había llevado el Buick —a su edad no podía andar demasiado— y Lechero tuvo que ir a pie hasta casa de Guitarra. Al doblar la esquina vio aparcado ante ella un Oldsmobile de color gris, con el cristal de atrás roto, que le resultó familiar. En su interior había varios hombres y junto a él, de pie, se hallaban Guitarra y Tommy «Ferrocarril». Aminoró el paso. Tommy decía algo y Guitarra afirmaba con la cabeza. Se estrecharon las manos con un gesto desconocido para Lechero: primero Tommy tomó entre las suyas la de Guitarra y luego éste hizo lo mismo con la de él. Tommy «Ferrocarril» entró en el coche y Guitarra rodeó la casa y subió los escalones que conducían a su habitación. El Oldsmobile —Lechero calculó que debía ser un modelo de 1953 o 1954— giró en redondo y se dirigió hacia donde él se encontraba. "



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