La ciudad automática (fragmento)Julio Camba
La ciudad automática (fragmento)

"El primer hotel donde me he alojado, a mi llegada a Nueva York, fue el hotel Pensylvania, frente a la estación del mismo nombre. Dos mil habitaciones. Farmacia. Peluquería. Sastre. Agencia de viajes y Agencia de teatros. Baño turco. Instituto de belleza. Biblioteca. Un restaurante de lujo. Dos restaurantes populares. Seis o siete restaurantes privados. Camisería. Sombrerería. Zapatería. Oficina de Correos y Telégrafos. Salones para asambleas políticas, para bailes de sociedad, para banquetes, para Exposiciones, para representaciones teatrales. Un Banco. Un diario donde los huéspedes distinguidos cuentan sus viajes o describen la impresión que les produce Nueva York. Una iglesia...
Usted llega a la estación de Pensylvania y se encuentra en un hall amplio, elegante, silencioso. Unas cuantas chicas, que presentan todas las gamas del rubio, tecletean alegremente en sus máquinas de escribir, ante mesas cubiertas de flores, y hay quien dice que estas bellezas de revista llevan la correspondencia de la estación, pero para esto no necesitarían ser tan rubias ni necesitarían ser tan guapas y ninguna de ellas se gastaría a diario un dólar en casa de la manicura. Evidentemente, las máquinas de escribir no son aquí más que un pretexto para que estas chicas puedan exhibir sus manos, y si del hecho principal de esta exhibición resultan luego, como hecho accesorio, algunas cartas comerciales, es sencillamente porque en este país todo se comercializa... No se oye la campana de un tren. No se ve por ninguna parte un baúl, ni una maleta, ni un mozo de equipajes. Los abrazos que alguna pareja se da, quizá, en el fondo de un diván, no parecen los últimos, sino más bien los primeros. Los besos carecen de ese frenesí que suelen asumir en las despedidas, y se advierte que son todavía besos liberatorios. Nada de prisa. En todo Nueva York hay prisa menos en la estación de Pensylvania y en la Grand Central Station. Nada de ruido. En todo Nueva York hay ruido, excepto en la Grand Central Station y en la estación de Pensylvania.
Se suele elogiar mucho al arquitecto de la Pensylvania por haber eliminado de ella todos los ruidos y todos los contactos característicos de una estación, pero el truco es bien sencillo: no hay más que meter estos ruidos y estos contactos en el hotel de enfrente. Si la estación de Pensylvania parece un hotel, en cambio el hotel no sólo parece, sino que es, de hecho, una estación. Allí se compran los billetes. Allí se facturan los equipajes. Allí se hacen las despedidas y los recibimientos. Allí se señalan las llegadas y las salidas. Ninguna puerta hace en Nueva York más revoluciones por minuto que las puertas de Pensylvania, donde todo el mundo entra y sale disparado. El griterío es ensordecedor. Los mozos recorren el lobby anunciando las próximas salidas de trenes, transportando maletas o empujando carretillas, y si usted se libra ahora de una carretilla que amenaza su flanco izquierdo es para que le descarguen inmediatamente dos o tres maletas sobre el flanco derecho. Timbres estridentes, altavoces gangosos, retemblar tronitonante de diez o quince ascensores que bajan a la vez. "



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