El Día de la Independencia (fragmento)Richard Ford
El Día de la Independencia (fragmento)

"Debería darle mi tarjeta para que me pueda llamar si se presenta a deshora en Haddam y no encuentra sitio donde aparcar o nadie que pueda ayudarle. Pero ya ha metido la llave en la cerradura. Su habitación está a tres puertas del escenario del crimen. Se enciende una luz. Y antes de que pueda llamarle y mencionarle lo de mi tarjeta o decir «Buenas noches», o lo que sea, ha cruzado la puerta, que cierra tras de sí rápidamente.
En mi habitación doble del Sea Breeze pongo el aire acondicionado en «medio», apago la luz y me meto en la cama lo más deprisa que puedo, rezando por dormirme enseguida, algo que parecía tan irresistible hace diez minutos o una hora. Me domina la idea de que debería llamar a Sally. (¿Qué importa que sean las tres y media? Tengo que hacer una oferta importante.) Pero el teléfono de la habitación pasa por la centralita del pakistaní, y todo el mundo lleva ya tiempo dormido.
Y además, y por primera vez —no hoy, sino desde mi conversación telefónica con Ann en la autopista de peaje—, pienso angustiado en Paul, asediado en este momento por problemas fantasmales y de la vida real, y con una citación de los tribunales como su rito oficial de iniciación a una vida adulta. Desearía para él algo mejor. Aunque también querría que dejara de romperle la crisma a la gente con toletes y divertirse robando condones y peleándose con guardias de seguridad; aparte de lamentarse por perros que llevan muertos una década y de ladrar para que vuelvan. El doctor Stopler dice (con arrogancia) que Paul tal vez manifieste así su pesar por no ser el chico que esperábamos que fuera. Pero yo no sé quién es o era ese chico (a no ser que Paul piense que esperábamos que fuera como su hermano muerto, lo cual no es cierto). Mi intención ha sido en todo momento reforzar la estructura de su personalidad, sea ésta la que sea, cada vez que nos vemos, y eso que no siempre es el mismo chico, y que debido a que sólo me ocupo de él esporádicamente, lo más probable es que no haya realizado mi tarea con la suficiente constancia. De modo que es evidente que debo hacer las cosas mejor, convencerme de que mi hijo necesita algo que sólo yo le puedo proporcionar (aunque no sea cierto) y luego tratar con todas mis fuerzas de imaginarme en qué consiste eso.
Y entonces llega un sueño ligero, que es más un enfrentamiento del sueño contra el insomnio que auténtico descanso, pero en el que, como consecuencia de mi reciente contacto con la muerte, sueño o pienso medio dormido en Clair y en nuestro delicioso idilio invernal, que se inició a los cuatro meses de que ella llegara a nuestra agencia y terminó tres meses más tarde, cuando conoció al abogado negro, serio y de más edad, que era perfecto para ella, y convirtió los pequeños placeres de mi compañía en exceso de equipaje.
Clair era una persona atractiva, con grandes ojos pardos, cortas y musculosas piernas que se ensanchaban un poco por arriba pero no se ablandaban, dientes blanquísimos con unos labios pintados de rojo que hacían su sonrisa todavía más amplia (incluso cuando no estaba contenta), y un pelo peinado como un merengue aplastado que ella y sus amigas de Spelman habían copiado de Miss Black América y que resistía noches haciendo el amor ardientemente. Tenía una voz aguda, segura de sí misma, cantarina, con algo del ceceo de Alabama, y llevaba faldas ajustadas de lana, pantalones que le moldeaban las piernas y jerséis de cachemira en tonos claros que resaltaban su maravillosa piel de ébano de un modo que, cada vez que yo veía un centímetro de más de esa piel, me moría de ganas de estar a solas con ella. (En muchos aspectos, se vestía y comportaba exactamente igual que las chicas blancas de Biloxi que yo conocí cuando estuve en Gulf Pines, allá por 1960, y por este motivo me resultaba pasada de moda y familiar.)
Debido a una estricta educación familiar, cristiana y de estilo campesino, Clair era inquebrantable en su exigencia de mantener nuestra relación sólo entre nosotros dos, mientras que yo carecía de toda mala conciencia y, en especial, no me molestaba nada ser un blanco de cuarenta y dos años, divorciado, encaprichado con una negra de veinticinco con hijos (es discutible que hubiera podido haber evitado todo el asunto por cuestiones profesionales y mezquinos motivos provincianos, pero no lo evité). Para mí era tan natural como que creciera la hierba, y me entregaba a esas efusiones inocentes disfrutando de ellas del mismo modo en que se disfruta en una reunión de antiguos alumnos del instituto donde te encuentras con una chica a la que por aquel entonces nadie consideraba guapa, pero que ahora te parece la chica más linda que has soñado nunca, y como eres el único a quien se lo parece, la tienes toda para ti. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com