La vida en sordina (fragmento)David Lodge
La vida en sordina (fragmento)

"17 de noviembre. Tuve un curioso encuentro con Colin Butterworth ayer por la tarde. Fui a la lección inaugural del nuevo profesor de teología, más por las copas de vino en la recepción posterior (el vicedecano que se encarga de comprar el vino para la sala de profesores tiene buen paladar), que por interés en el «Problema de la oración petitoria», pero hay un sistema acústico decente en la sala de conferencias principal de humanidades, y si el acto resultaba interesante yo tenía la seguridad de oírlo todo. Fui solo porque Fred tenía una reunión, una junta de la organización benéfica de la que es miembro, aunque tampoco me habría acompañado, dijo, «Porque sé qué semillero de ateísmo es el departamento de teología». Una ligera exageración, pero es verdad que hoy en día los teólogos académicos suelen ser bastantes escépticos y profesan algo llamado «estudios religiosos» en vez del cristianismo o cualquier otra fe. Este tipo adoptó una actitud de divertido desapego de su tema. «La oración petitoria es pedir a Dios que haga algo», explicó. «Cuando se pide para otros se llama oración intercesora. Los católicos romanos tienen una modalidad especial que consiste en pedir a la Santísima Virgen o a los santos que intercedan por ti, transmitiendo a Dios tu petición.» El auditorio se rió con disimulo, como se esperaba que hiciera. El orador dijo que había varios problemas con la idea de la oración petitoria. Uno era que no suele funcionar. Otro era que, en muchos casos, si surtía efecto para ti denegaba la petición de algún otro, como cuando dos países en guerra o dos equipos de rugby rezaban al mismo Dios pidiéndole la victoria. Pero el problema más grande era la idea de un ser supremo que intervenía en la historia humana para atender a algunos peticionarios y frustrar a otros que manifiestamente no lo merecen menos. Lo sorprendente era que las personas religiosas tuvieran tantos argumentos al racionalizar y superar estas contradicciones y decepciones que persistían en la oración petitoria. En este momento recordé la nota del suicida en Internet, «Por favor, Dios, haz algo por mí y haz que pase este tiempo...», y me pregunté si quien la había escrito, cuando se recuperó de su sobredosis, habría agradecido o deplorado que su plegaria no hubiera sido atendida, y en el ensueño que suscitó esto perdí el meollo de la conferencia y nunca supe si tenía solución el problema de la oración petitoria.
La recepción que hubo después en la sala de profesores fue el calvario habitual del efecto Lombard. Había varios dolientes más entre los invitados de edad a los que suelen atraer estos actos, y tuve algunas de esas conversaciones que transcurren por los cauces conocidos de «Aquí hay un ruido terrible». «¿Qué?» «Digo que aquí hay un ruido terrible.» «Perdone, no le oigo, con este maldito ruido que hay aquí...» Entonces Sylvia Cooper, la mujer del ex director del departamento de historia, entabló conmigo uno de esos diálogos en que tu interlocutor dice algo que parece una cita de un poema dadaísta o una frase imposible de Chomsky, y tú dices «¿Qué?», o «¿Cómo dice?», y él repite lo que ha dicho y la segunda vez adquiere un significado trivial. "



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