Intercambios (fragmento)David Lodge
Intercambios (fragmento)

"Philip se bajó de la silla y acabó de secarse. Se puso talco y sintió cierto placer narcisista al tocar los nuevos cojines de tejido adiposo que se le habían formado en las caderas y el pecho. Desde que dejó de fumar había aumentado de peso y pensaba que le sentaba bien. Sus costillas estaban cubiertas por una suave funda de carne y sus clavículas ya no destacaban con una tremenda rigidez que daba la impresión de que se había tragado una percha.
Se puso el albornoz de algodón que le había prestado Désirée. Su propio albornoz, que había quedado en el paseo de Pitágoras, había sido tan usado por Charles Boon que Philip no tenía interés en recuperarlo. Si Boon no se paseaba por el apartamento exhibiendo su desnudez, invariablemente se ponía la ropa de Philip. La vida era mucho más agradable en la avenida de Sócrates. ¡Qué providencial había sido, pensó al mirar atrás, el corrimiento de tierra que le había hecho mudarse de aquella casa a ésta! El albornoz era azul marino y verde con ribetes blancos, y resultaba comodísimo. Le daba el aspecto vagamente atlético y dominador de un luchador oriental, e incluso se sentía como si lo fuera. Le frunció el ceño a su imagen reflejada en el espejo, entornó los ojos y dilató las ventanas de la nariz. Últimamente se miraba en todos los espejos que encontraba. Quizá esperaba sorprenderse a sí mismo en alguna actitud o expresión que le resultara reveladora o aclaradora.
Se metió en su dormitorio, levantó las sábanas de su cama e hizo un hueco en el centro de la almohada. Cuando dormía con Désirée, realizaba siempre aquel mínimo gesto para ajustarse a los convencionalismos sociales: se levantaba temprano, entraba en su dormitorio y arrugaba la ropa de la cama. En realidad, no sabía a quién podía engañar al hacerlo. Con toda seguridad, no a los gemelos, porque Désirée, con aquella inexorable actitud de los padres progresistas americanos, creía que había que tratar a los hijos como adultos, y sin duda ya les había explicado la naturaleza exacta de las relaciones que tenía con él. «¡Ojalá me lo explicara a mí», pensaba Philip mientras se miraba en otro espejo, «pues que me ahorquen si lo entiendo!»
Aunque no era madrugador por naturaleza, a Philip no le costaba el menor esfuerzo levantarse temprano en aquellas soleadas mañanas en el 3462 de la avenida de Sócrates. Le gustaba ducharse con chorros de agua caliente finos y agudos como rayos láser, andar por la silenciosa casa enmoquetada con los pies descalzos y tomar posesión de la cocina, que era como la cabina de una nave espacial guiada por ordenador; en ella todo era de un blanco deslumbrante o de reluciente acero inoxidable y contenía infinidad de mandos, diales y pequeños electrodomésticos, así como una inmensa y runruneante nevera. Philip puso la mesa para su desayuno y el de los gemelos, preparó una jarra de zumo de naranja helado, puso lonchas de beicon en la parrilla eléctrica, conectada al mínimo, y echó agua hirviendo sobre una bolsa de té. Se puso un par de chanclas que alguien había dejado abandonadas y salió al jardín a beberse el té recostado contra una pared soleada mientras se impregnaba del inevitable panorama. Era una mañana muy tranquila y clara. Las aguas de la bahía estaban en calma y casi se podían contar los cables del puente de Plata. Por la autopista de la costa, siempre animada, se veía deslizarse los coches y los camiones como si fueran de juguete, pero no llegaban hasta él el ruido ni los humos. Allí el aire era fresco y dulce, perfumado por la vegetación subtropical que crecía lujuriante en los jardines de la rica Plotino.
Un reactor plateado llegó planeando procedente del norte y se situó casi a la altura de su vista; siguió con la mirada su lento progreso a través de la pantalla de cinemascope del firmamento. Era una buena hora para llegar a Euforia. Casi era posible imaginarse lo que debieron sentir los primeros marinos que franquearon, probablemente por casualidad, el pequeño estrecho sobre el cual se tiende ahora el puente de Plata, al encontrar aquella estupenda bahía en el estado en que Dios la dejó en el momento de la creación. ¿Cómo era aquel pasaje de El gran Gatsby? «Una verde y lozana premonición del Nuevo Mundo. ... durante un instante mágico y fugaz los hombres debieron de contener la respiración en presencia de este continente...» Mientras Philip buscaba la cita en su memoria, la tranquilidad de la mañana fue turbada por un ruido desagradable y ominoso, como si una gigantesca cortadora de césped pasara por encima de su cabeza, al tiempo que por los jardines de las laderas de las colinas se deslizaba la sombra de una telaraña. El primer helicóptero del día sobrevolaba el campus de la Eufórica. "



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