El diablo no puede salvar al mundo (fragmento)Alberto Moravia
El diablo no puede salvar al mundo (fragmento)

"Traté de abordarlo de nuevo con el pretexto de la materia a que se había referido en clase. Pero ahora, pasada la sorpresa inicial ante mis excepcionales conocimientos, Gualtieri, como lo advertí bien pronto, en vez de interesarse más aun por mí, tendía a esquivarme. Me pregunté varias veces por el motivo de esa actitud. ¿Lo turbaba el sentimiento que yo dejaba traducirse claramente en mis miradas? ¿O lo molestaban más bien mis conocimientos científicos? Al cabo de largas meditaciones, me dije que sin duda Gualtieri debía estar habituado al hecho, por lo demás halagador para su vanidad, de que las alumnas se enamoraran de él. Había en cambio, en la forma en que intentaba escapar de mis doctas observaciones, algo que no lograba comprender. Si yo era, desde luego, su alumna mejor informada y más brillante, ¿por qué trataba de mantenerme a distancia? Finalmente, fue el propio Gualtieri quien me proporcionó una explicación.
Esto ocurrió a mitad del seminario. Las lecciones de Gualtieri habían empezado a tomarse cada vez más difíciles y oscuras; al mismo tiempo, se traslucía en él, visiblemente, un humor extraño, entre la violencia y la melancolía. Se mostraba brusco y al mismo tiempo triste, impaciente y a la vez sombrío. Se hubiera dicho que un pensamiento dominante e inconfesable lo atormentaba más y más a medida que pasaba el tiempo. Naturalmente, yo sabía muy bien cuál era ese pensamiento: dentro de poco, apenas unas semanas, vencería el término del pacto y yo me presentaría a él, con mi verdadero rostro, para retirar el precio de mis nada desinteresados favores. Sin embargo, extrañamente, tenía la impresión de que no sólo el pacto lo angustiaba; había algo más. Pero ¿qué era?
Repentinamente, las lecciones sobre el futuro desarrollo científico asumieron un carácter a la vez fantástico y catastrófico, al menos para mí, que entre todos los alumnos era la única capaz de comprender adónde iba a parar Gualtieri. Fuese porque Gualtieri ya no se expresaba sino con enigmas, fuese porque se negaba, a cada pedido de aclaraciones, a dar explicación alguna, muchos alumnos desertaron del curso; las maneras bruscas, el discurso oscuro y, en general, la atmósfera trastornada del seminario desconcertaban a la mayoría. Al fin quedamos poquísimos, en un aula más bien grande. En la primera fila sólo estaba yo. Después, dos o tres filas de bancos atrás, se dispersaban no más que una docena de alumnos.
De pronto, durante una lección particularmente espinosa, tuve una iluminación. Gualtieri hablaba en esa forma porque, según todas las evidencias, aludía a un particular descubrimiento suyo que aún no había alcanzado notoriedad. Nadie, en consecuencia, sabía algo de ese descubrimiento, excepto él; nadie, por lo tanto, podía comprender su alcance, excepto yo. Aquel día tomé una buena cantidad de anotaciones; después, de vuelta en casa, procuré enlazar unos con otros esos fragmentos dispersos. Lo que finalmente comprendí me hizo palidecer. Recuerdo que levanté la cabeza de la mesa y por un momento miré, a través del vidrio de la ventana, el desierto gris sobre el cual moría un sol rojo como el fuego. Incliné de nuevo la cabeza sobre mis papeles, reanudé el estudio de las anotaciones, y por fin debí convencerme de que mi primera impresión era exacta: Gualtieri hablaba, en realidad, del fin del mundo. En efecto, a esto y a ninguna otra cosa conducía el futuro desarrollo de la ciencia, tema al que había dedicado el seminario.
Ahora comprendía, o al menos intuía oscuramente, el drama de Gualtieri. Había llegado a una conclusión catastrófica; al mismo tiempo, era amenazado por una catástrofe personal. Una catástrofe tenía conexión con la otra. En efecto, si Gualtieri no hubiera vendido su alma, no habría efectuado el descubrimiento; y precisamente este descubrimiento, alcanzado al precio de la catástrofe personal, amenazaba ahora con provocar la catástrofe universal.
Esta intuición, muy humana, me hizo comprender de pronto algo que mi naturaleza de diablo hasta ahora me había ocultado: yo no estaba más allí para tentar a Gualtieri y humillarlo con su vicio; estaba allí porque lo amaba. Lo comprendí por el sentimiento de compasión afectuosa y por completo femenina que experimenté al mirarlo disertar en la cátedra, viéndolo tan desesperado y sombrío. Hubiese querido acercarme, acariciarle la frente, estrecharme a él, decirle palabras afectuosas. Pero a este sentimiento amoroso se oponía mi conciencia de los límites que imponía al amor el hecho de ser yo el diablo. Como lo dije, sabía muy bien que en el instante mismo en que Gualtieri me abrazara, me penetrara, me desvanecería como la neblina al sol. Antes, cuando pensaba en castigar a Gualtieri por su soberbia, sirviéndome para ello de su inclinación por las niñas, me había imaginado que el hecho mismo de desvanecerme entre sus brazos hubiera otorgado al castigo un carácter de befa muy a tono con mi índole diabólica. Pero ahora, al descubrir que lo amaba, me di cuenta de que la burlada hubiese sido precisamente yo. Me hubiera desvanecido precisamente en el momento supremo, inefable; y después sólo hubiese podido reaparecer ante él bajo mi horrible aspecto de diablo, para exigir su alma con el habitual y despiadado ritual; magro consuelo éste, del que me hubiese desprendido de buena gana: no quería su alma en otra vida, la quería en esta vida que vivíamos juntos. Empero, lo característico de la naturaleza humana a la cual me había convertido es seguir esperando con el cuerpo incluso cuando la mente desespera. En consecuencia, la certeza de que me disolvería en humo no bien llegáramos al abrazo no influía en modo alguno sobre mi sentimiento por Gualtieri. Aun sabiendo que jamás podría unirme a él, me sentía empujada hacia él por un poderoso impulso de entrega física; y casi esperaba, sí, oscuramente esperaba que fuera posible transgredir, al menos en este caso, la norma infernal. Pero ¿qué era, sino amor, esta esperanza de algún modo desesperada y de cualquier manera infundada por completo? ¿No era acaso ese mismo amor que al principio debía servirme para hacer caer a Gualtieri en la trampa y en cuyo lazo, en cambio, ahora sentía haber caído yo? Así fue como decidí sacar provecho de lo que había intuido para obligar a Gualtieri a fijarme una cita fuera de la universidad, posiblemente en su casa. "



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