Memorias (fragmento)Carlos Barral
Memorias (fragmento)

"Falta en este cuadro de datos objetivos una referencia a la incidencia del hambre y de otras formas de privación, seguramente esencial en la experiencia de las personas adultas, pero que a mí o a los compinches de mis años no nos afectaron dolorosamente hasta los últimos tiempos, los últimos meses, diría. O es quizá que la memoria de esas cosas es muy poco persistente. En todo caso, recuerdo más el frío de los rudos inviernos sin calefacción que la sensación de hambre que sólo relaciono con el júbilo que me producía la llegada de paquetes del extranjero o la envidia y la salivera que me suscitaba la visión escandalosa de las vitrinas de un restaurante para diplomáticos y visitantes extranjeros abierto en la calle Mallorca, a manzana y media de mi casa. El frío, que, como nos explicaban y hemos aprendido después, se ensañaba cruelmente con los combatientes en los inviernos de la guerra de desgaste, sí que es una presencia incrustada. Y sus secuelas: las continuas anginas y faringitis tratadas con toques de algirol y los irritantes sabañones que deformaban nuestras orejas y nuestros dedos. Y el calor mordiente y afilado del braserillo de orujo y aserrín. Los vidrios escarchados de los balcones no compensados de por dentro.
En los últimos tiempos el hambre debió ser una realidad terrible. Recuerdo una penosa excursión a pie con mi madre y una vecina experta en estas cosas a un barrio periférico, no sabría decir cuál, muy por encima del Valle de Hebrón, a la busca de bellotas. El barrio era como un pesebre de cabañas diseminadas sobres unas lajas de roca gris por entre las que deambulaban unas mujerucas con aspecto de campesinas mujiks, envueltas en pañolones oscuros. Y unas gentes como nosotros, mujeres y niños, preguntando de puerta en puerta. Regresamos de nuevo a pie, cargados con enormes sacos de bellotas, descansando a cada rato apoyándonos en las tapias de aquel extraño despoblado y en las plazuelas desiertas del extremo innominado de la ciudad. Luego, durante muchos días, recuerdo las bellotas en el elegante frutero y hervidas en el plato y los comentarios obsesivos acerca de su inconveniencia para la salud. También recuerdo verduras desconocidas, hierbas de conejera las oía nombrar, de sabor amargo y no tan desagradable. Pero no recuerdo el hambre, la ansiedad o la sensación dolorosa de la carencia o la laxitud resignada de la debilidad que todos imaginamos tan fácilmente sin haberlas experimentado nunca.
Mis últimas imágenes de la guerra civil son las del paseo militar de las tropas fascistas entrando en la ciudad en la tarde del 26 de enero de 1939, pero mentiría si dijese que guardo un recuerdo muy preciso de aquellas escenas. Estuve allí, en las aceras del paseo, mirando y oyendo gritos y comentarios, contemplando los primeros saludos romanos, pero el espectáculo no debió impresionarme mucho. Tengo más presentes las horas de espera, inmediatamente anteriores, de continuo asomarse a la calle y salir al rellano de la escalera. «Dicen que ya se les ve, bajando de Montjuic». «Me han dicho que van a volar la ciudad, haciendo estallar los refugios, que están repletos de dinamita». Todo salpicado de invocaciones y jaculatorias: «¿No los oye usted? ¿No los oye? Ésos son los cañones de la escuadra». «¡Ya están aquí, Dios mío, ya están aquí!», mientras pasaban sin demasiada prisa los últimos camiones fugitivos.
Las aceras frente a la casa estaban llenas de grandes latas vacías, sucias de aceite y harinas pisoteadas. Había habido allí unos almacenes de Abastos que fueron asaltados la víspera. Yo había intentado participar en el saqueo y conseguí arrastrar hasta la puerta un taleguillo de legumbres. Pero en pocos minutos aquello se había convertido en una feroz batalla a la greña entre mujeres despiadadas y viejos hambrientos. Las latas de aceite eran vaciadas en el dintel por los que no habían conseguido entrar en el estrecho zaguán y los sacos eran defendidos con las uñas hasta que reventaban. Caras ensangrentadas, golpes, gritos. Recuerdo con horror el efecto probablemente cómico, si no hubiera estado tan cerca, de las mujeres totalmente teñidas de blanco y amarillo por el polvo de huevo y las cascadas de harina de los costales acuchillados en la espalda ajena. Y el arroz cubriendo la calzada como arena... Aquella escena, en la que yo participé solo al principio, debió durar horas. La oigo durar. Oigo el griterío prolongado y un poco sordo y los golpes de las latas y cacharros sobre el pavimento. Pero debieron ser muy pocos los que consiguieron llevarse algo. Es como algo simbólico. Aquellos abarrotes de alimentos al alcance de una multitud de famélicos eran tan inexistentes y puramente semióticos como el tesoro de los bancos. Yo recuerdo, sobre todo, las nubes de polvo de huevo que tienen en la memoria algo festivo, algo de farsa o payasada. Pero la comicidad relativa no elimina del todo su función memorial de última imagen, de dolorido punto final. "



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