Mis hospitales y mis prisiones (fragmento)Paul Verlaine
Mis hospitales y mis prisiones (fragmento)

"Porque es la última de esta serie, quizá definitivamente la última, creo, en verdad, que no existiría esta crónica que me veo obligado a escribir para cumplir todo un programita de impresiones de ningún modo socialistas, como están de moda, ni, sobre todo, anarquistas, una palabra estúpida mal plagiada al «gran» Proudhon de antaño por jóvenes amables, aunque insuficientes.
En diciembre último, fui atacado súbitamente por un dolor reumático atroz, del que ya me resentía hacía tiempo, en la rodilla izquierda; esta vez era en la muñeca del mismo lado. Ello ocurría en el arrabal Saint… donde se encuentra un vasto hospital a cuyo excelente director conocía yo desde hace tiempo, y el cual hizo que me admitieran con urgencia en el servicio del doctor T… Éste fue verdaderamente tan bueno conmigo y asimismo su ayudante interno, que experimenté una verdadera tristeza al separarme de aquellos señores.
Yo ocupaba una salita encristalada que comunicaba con una grande, que era la de T, si bien por la disposición directa de nuestras camas (éramos cinco, de los cuales era yo el quinto y me hallaba hacia un rincón), se me ocurrió compararnos con los «representantes del Depósito de cadáveres»; pero el buen doctor, que conocía mi nombre, la llamó la sala de los Decadentes.
No es que me considerase perfectamente satisfecho en aquel hospital, que espero será el último; pero pasé en él un mes tranquilo, con todos los encantadores cuidados de un perfecto cuerpo médico y de un personal subalterno de lo más abnegado.
Hasta los «compañeros» eran agradables en su mayor parte y cordiales. Uno de ellos, en particular, un soldado —¡qué hombre más terrible, bigote todo él!—, apenas salido de los batallones de África. El buen muchacho no creía en Dios ni en el diablo (parisino, por supuesto); y como yo le objetaba de vez en cuando que allá arriba debía haber alguien más maligno que nosotros, y que estaba en un error al no creer en Él y no confiarse a Él, mi Biribiste me puso «ratichón», lo cual quiere decir «cura» en argot. No me llamaba nunca de otro modo, y este apodo divertía mucho a aquellos de nuestros vecinos que tenían fuerzas para divertirse.
¡Adiós, hospitales míos de estos últimos años, si no he de volver a veros!, ¡os saludo, en todo caso! He vivido tranquilo y laborioso en vuestros edificios. Sólo os he abandonado al uno tras el otro para echaros de menos por cualquier motivo, y si mi dignidad de hombre, relativamente menos y no mucho menos miserable que las más tristemente despojadas de vuestros habituales y mi justo instinto de buen ciudadano que no quiere usurpar los lechos —¡ay!— tan deseados por tanta gente pobre, me precipitaron con frecuencia, y muchas veces de un modo prematuro, fuera de vuestras puertas tan bendecidas a la llegada y no más que a la salida, tened la seguridad, buenos hospitales, de que, a pesar de toda monotonía necesaria, de todo régimen severo por fuerza y de todos los inconvenientes inherentes, en definitiva, a toda situación humana, tengo para vosotros un recuerdo único entre tantas otras remembranzas, infinitamente más desagradables, que la vida exterior me ha hecho, me hace aún y me hará soportar, sin duda alguna, ahora y siempre. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com