El peregrino encantado (fragmento)Nikolai Leskov
El peregrino encantado (fragmento)

"Pero aún fue peor cuando estuve en los saladares a orillas del Caspio; allí la claridad te cegaba; todo reverberaba bajo el sol abrasador: las tierras cubiertas de sal, la superficie del mar… Aquel resplandor te dejaba atontado, más atontado aún que en medio de la estepa, y ya no sabías qué era de ti ni en qué parte del mundo te encontrabas: si seguías vivo o si te contabas entre los muertos y estabas encerrado en el infierno, sufriendo tormento por tus pecados. En la estepa, dentro de lo que cabe, siempre tenías algún consuelo: en las ramblas, por ejemplo, podían verse manchas azuladas de salvia y los matojos dispersos de ajenjo y tomillo contrastaban con la blancura de los herbazales; pero, lo que era allí, lo único que había era ese resplandor uniforme… En ocasiones, la hierba ardía, y el fuego avanzaba, lo que producía un gran alboroto: las avutardas levantaban el vuelo, y con ellas los sisones y los chorlitos, y nos dedicábamos a cazarlos. A esos pájaros, a las avutardas, como las llaman por aquí, las cazábamos a caballo, usando unos látigos muy largos, y, cuando queríamos darnos cuenta, teníamos que escapar a toda prisa de las llamas… Así nos distraíamos. Después, en los terrenos quemados brotaban las fresas silvestres; toda clase de aves acudían allí volando, sobre todo pajarillos pequeños, y el aire se llenaba de trinos… Y luego, aquí y allá, te encontrabas con algunos arbustos: la reina de los prados, el almendro enano, la caragana… Y al alba, cuando las hierbas se cubrían de rocío, la tierra exhalaba un agradable frescor impregnado del aroma delas plantas… Desde luego, nada de eso era suficiente para ahuyentar la melancolía, pero al menos te hacía la vida algo más llevadera; eso sí, no quiera Dios que nadie tenga que vivir mucho tiempo en aquellos saladares. Los caballos, al menos al principio, están a sus anchas: lamen la sal, y eso les hace beber y engordar; pero, para los hombres, es la perdición. Apenas se encuentran allí animales, casi el único que hay, y es una cosa ridícula, es un pajarillo de pico rojo, que recuerda a nuestras golondrinas; se trata de un animal de lo más vulgar, lo único que tiene de particular es ese ribete colorado en el pico. No sé qué se le habrá perdido en aquellos parajes, a orillas del mar, pero, como no tiene dónde instalarse, lo que hace es posarse un momento en los saladares, apoyado en la cola; en cuanto te quieres dar cuenta, ya está otra vez volando lejos de allí. Lo malo es que tú no puedes hacer lo mismo, porque no tienes alas, y ahí te quedas, en ese lugar donde no hay vida ni muerte ni arrepentimiento, y, si mueres, te meten en sal como a un carnero y te conservas en salazón hasta el fin de los tiempos. Pero aún es más desagradable pasar allí el invierno, pastoreando; no cae mucha nieve, apenas la justa para cubrir la hierba antes de ponerse dura. En esa época, los tártaros se pasan el día dentro de las yurty[25], fumando… De puro aburrimiento, a menudo les da por pelearse a latigazos. Cuando sales de la tienda, no sabes adónde mirar: los caballos deambulan encogidos, encorvados, famélicos, con las colas y las crines flotando al viento. A duras penas consiguen arrastrar las patas, y escarban la nieve helada con los cascos para mordisquear la hierba congelada, y ése es todo su sustento; a eso lo llaman pastos invernales… Es algo insoportable. La única distracción que hay allí consiste en que, cuando se ve que un caballo ya está demasiado débil para alimentarse, porque no tiene fuerzas para romper la nieve con los cascos ni para arrancar las raíces heladas con los dientes, entonces le rajan el cuello con un cuchillo, y aprovechan la piel y la carne del animal. Pero es una carne asquerosa: es dulzona, parecida a la de las ubres de las vacas, pero muy dura; claro, si no hay más remedio, te la comes, pero te revuelve las tripas. Por suerte, una de mis mujeres por lo menos sabía ahumar las costillas del caballo: cogía una costilla entera, con la carne unida por los dos lados, la introducía en una tripa y la ponía a ahumar encima de una hoguera. Así no estaba tan mal, se podía comer, porque el olor, al menos, recordaba al del jamón cocido, aunque el gusto era también repulsivo. Y, encima, estabas ahí intentando roer esa porquería y de pronto te asaltaban los recuerdos: «¡Ay!, y pensar que ahora en la aldea estarán desplumando los patos y los gansos para las fiestas, y matando a los cerdos, y preparando una sopa de col con pescuezo de ave, bien suculenta, y el padre Iliá, nuestro cura, un anciano de gran corazón, saldrá muy pronto en procesión a glorificar a Cristo, y con él marcharán los sacristanes con sus mujeres y con las mujeres de los popes y con los seminaristas, y todos se lo pasarán en grande… Y, aunque al padre Iliá no le conviene beber demasiado, en la mansión señorial el mayordomo le ofrecerá una copita y en la oficina el administrador también mandará a la vieja criada a agasajarle, así que el padre Iliá llegará ya un tanto achispado, dando tumbos, alas dependencias de los siervos, arrastrando las piernas, cada vez más borracho. En la primera isba del extremo todavía le entrará, mal que bien, otra copita, pero a partir de ahí ya no podrá con su alma, y todo el alcohol que le ofrezcan irá a parar a la botella que lleva metida bajo la casulla. Siendo un hombre tan familiar como es él, también en lo tocante a la comida, si ve algún bocado apetitoso, pedirá un poco de papel de periódico para llevárselo envuelto a casa. Normalmente le dirán que no tienen papel de periódico, pero él tampoco se va a enfadar por eso: cogerá el bocado tal cual, se lo dará sin envolver a su mujer y él seguirá su camino tan tranquilo». ¡Ay!, señores, cuando todos esos recuerdos de mi infancia venían a mí, en tropel, y se amontonaban en mi alma y empezaban a oprimirme las entrañas, me preguntaba qué habría hecho yo para ir a parar allí, apartado de toda felicidad, tantos años privado de la confesión, sin contraer matrimonio, sin tener a nadie que me pudiera rezar en la hora de la muerte… En esos momentos de abatimiento, esperaba a que cayera la noche y me alejaba discretamente del campamento, para que no me vieran ni mis mujeres ni mis hijos, ni ninguno de aquellos infames, y me ponía a rezar… No paraba de rezar y rezar, y tanto rezaba que la nieve se derretía bajo mis rodillas y allí donde caían mis lágrimas se podía ver la hierba a la mañana siguiente. "


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