En Lower River (fragmento)Paul Theroux
En Lower River (fragmento)

"Una vez terminada la comida, se sentó en la entrada franca de la choza, y cuando cayó la penumbra, se puso a escuchar los sonidos que emitían los niños en sus juegos desencantados, o en sus peleas medio en broma, de las que brotaba un grito de tanto en tanto; bramidos en el caso de los chicos, quejas en el de las chicas. Más tarde, en el silencio de la noche, debido a su aversión a dormir en una choza sin puertas, Hock siguió sentado allí y lamentó su suerte. Recordaba todos los ultrajes que había sufrido: no sólo allí o en Malabo, sino también en su matrimonio, en Medford, en la tienda, equiparables a los de la noche pasada.
En lugar de cavilar sobre Malabo y su repentina huida, o sobre el hecho de que Simon le robase la radio, o sobre la traición de los remeros que lo habían dejado en esa aldea llena de niños malintencionados y muchachos ariscos de ojos saltones, o sobre el calor, la suciedad, el hambre o la sed, Hock recapacitó sobre las injusticias que había sufrido a lo largo de su vida.
La treta de su mujer, que le había endilgado aquel teléfono caro para bucear en su intimidad. Y luego, tras más de treinta años de matrimonio, había exigido quedarse con la casa familiar, la casa que su padre había comprado en Lawrence Estates, obligándolo a marcharse a un apartamento en su antiguo instituto. Y no había que olvidar los mensajes que repetidamente le había dejado en su contestador: «Eres un mierda». Chicky exigía por su lado su porción de la herencia: «Quiero mi parte ahora». Al darle el cheque, él le había espetado: «Dudo que nos veamos asiduamente a partir de ahora».
Por su mente se sucedían todos esos malos recuerdos, que lo desvelaban y le hacían rechinar los dientes. Desde las pequeñas ofensas de la escuela, con las pullas, los insultos y los motes: «Cuatro ojos», «Mariquita», «Apestas». El orientador que le decía: «Con suerte, tu padre te dejará su puesto, porque si no, no vas a ir a ningún lado». En la universidad, una mujer sofocaba las risas en clase de Lengua porque él era incapaz de pronunciar correctamente la palabra «póstumo». Uno de sus clientes le decía: «Te estás redondeando», y quería decir que había ganado peso…, y quien se lo decía estaba muy gordo. El vendedor nuevo que había conseguido un adelanto de su sueldo («Para lo que debo de alquiler») afirmaba: «Lo puede descontar de mi primera paga». Sin embargo, no se volvió a dejar ver por allí. No eran granujas, sólo morosos, graciosillos, socarrones. «¿Aún trabajando para ganarte la vida?» Los profesores que lo habían llevado aparte en la escuela primaria —«Después de clase ve a verme al despacho»— y las mujeres que lo habían rechazado quitándose sus manos de encima. Las mentiras que le habían soltado volvían como un búmeran, y esas retorcidas maniobras de evasión, todavía unas incógnitas, lo seguían reconcomiendo por dentro. Había sido tan crédulo como su padre. Se creyó la frase «Por supuesto que estaré aquí mañana» y «Yo lo arreglaré» y «Es el mejor precio que puedo ofrecerle». La guapa dependienta que había taponado el váter de los empleados con una compresa y que luego lo negó en redondo. Esa remesa de calcetines de tercera que había llegado de China, el mensaje insistente que dejó en el contestador de los hombres que le debían dinero, o un reparto, hasta que al otro lado ya sólo se oía «El número está fuera de servicio o no está en uso».
Y por último aparecía el teléfono delator, que él había arrojado al río Mystic porque estaba lleno de correos electrónicos comprometedores. Sólo pensar en esos mensajes lo avergonzaba: todos esos susurros, esas confidencias coquetas y bobaliconas. Se había traicionado confiándoles a esas personas sus pensamientos más íntimos, revelando su amor por África. «Los mejores años de mi vida», aseguraba entonces, y en respuesta oía «Caníbales y comunistas», o «La vida humana no tiene ningún valor allí», en un eco de fatalidad y más fatalidad, y él había querido ilustrar a esas personas sobre el acervo local. «Yo estaba en Malabo, en Lower River. "



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