La extraña (fragmento)Sandor Marai
La extraña (fragmento)

"La isla tenía forma de rectángulo irregular y sobresalía del mar empinada, como un pequeño pico perdido, abandonado a su propia suerte, que observara con preocupación el mundo circundante y, sin embargo, no hiciera nada por reintegrarse al seno de su numerosa familia. Desde arriba le sorprendió la extensión de aquel trozo de tierra. Alrededor había un espeso bosque de pinos altos, exuberantes y de tronco rojizo. A la hora del crepúsculo los árboles despedían un aroma áspero y en el aire flotaba el olor amargo de la resina derretida durante el día. Se sentó junto a un tronco, respirando con dificultad porque el ascenso lo había agotado. «Antaño, aquí vivía un emperador», se dijo; había visto ruinas por el camino. De su viejo y docto repertorio le llegó automática y disciplinadamente el nombre: «Maximiliano.» Cerró los ojos y se quedó sentado con los brazos cruzados. En aquel silencio penetrante, casi palpable («como la glicerina», pensó, y en efecto, aquel silencio parecía un líquido espeso, inodoro e insípido), incluso desde allí arriba se oía el oleaje del mar. La marea alta horadaba los farallones de la isla con explosiones sordas y, libres de toda contaminación acústica, el ruido lejano se descomponía en diminutas notas musicales. El rugido del mar se repetía como una escala musical, como una melodía ascendente y descendente que ya no era triste ni alegre, estaba más allá de lo que el oído humano percibe como música, sólo se sentía su ritmo y éste carecía de todo mensaje. «El mar no tiene nada que decir», pensó sin abrir los ojos. Una gaviota pasó volando sobre la isla y emitió un graznido ronco; fue el primero y último ser vivo que Askenasi oyó aquella noche en aquel lugar. Ya no se veía el sol, pero el mar reflejó aún por un rato el crepúsculo brillante y plateado, como si estuviera perlado de bolitas de mercurio. Ya no era de día, pero tampoco de noche; el cielo se extendía vacío sobre él, no se veían cuerpos celestes, ni luna ni estrellas; había una extraña claridad, como si estuviera bajo la superficie del mar.
En la cima de la isla, sumido en aquella iluminación insólita y alarmante, se sintió solo por primera vez en su vida. Eso lo sorprendió. Sus amigos solían considerarlo «una persona solitaria». Ahora le pareció que no había tenido ni idea de lo que era la soledad, había vivido en medio de un gran tumulto desde el momento de nacer. Aquello era por fin la soledad: lo que lo rodeaba allí, aquel crepúsculo incoloro y agonizante, aquel silencio denso y oleoso, y allá abajo el mar, cuya inmensa superficie reflejaba el vacío del cielo; y él, al fin, podía agarrarse a aquella costa como un náufrago al arrecife. Estaba rodeado de pinos y en medio del claro se alzaba una roca, un trozo de piedra cuadrada, como un altar pagano; el sendero que llevaba hasta allí estaba recubierto por una espesa capa de pinocha. «Por fin solo», pensó, y se desperezó. El estupor causado por la soledad fue sustituido por una sensación de seguridad hasta entonces desconocida. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com