Huesos de santo (fragmento)Alfredo Conde
Huesos de santo (fragmento)

"Pudo haber sucedido así, había pensado, cuando, en alguna de las escasas mañanas soleadas que depara el clima lluvioso que de forma habitual envuelve a la ciudad en una lluvia fina y persistente, ella misma hubiese ordenado abrir una ventana para airear un poco aquel espacio, rancio y lleno de olor a humanidad y libros, que a ella se le antojaba la más preclara reproducción de la gloria celestial.
Pero en esta ocasión no se trataba de una invasión de ejemplares de tan molesto insecto, sino del zumbido de un motor que evocó en la perseguidora la nómina entera de moscas y moscones que ella misma solía aplastar, cada vez que descubría alguna, armada de flexible pala de plástico comprada en una tienda de las de «Todo a 1 €» en tiempo ya lejano y memorable, tanto, como que era de pajilla entretejida en Filipinas en vez de ser de plástico oriundo de la China en la que se hablaba en mandarín.
En tales oportunidades, acercándose con sigilo a su mesa de despacho, retiraba de encima de ella el matamoscas, de pala enjaretada y casi tan amplia como un abanico, y, con el extremo de su mango asido con la mano que empezaba a revolotear frenética, solía perseguirlas, una a una, hasta su total exterminio.
Armada de tal guisa había dado cuenta de más de una Llucilia caesar, verde y con el tórax bastante más cilíndrico que el de la mosca azul, la conocida científicamente como Calliphora vomitoria. También había liquidado no pocas Pollema rudis, que resultaban no sólo molestas, sino incluso peligrosas, pues siempre entraban dispuestas a invernar en las partes altas de la biblioteca. Y así hasta la exasperación. Pero también hasta el gozo de abatir cuantas moscas zumbadoras y tenaces se pusieron al alcance de su mano. Era una experta en eliminación de insectos dípteros.
La primera alteración grave era ésta. No se trataba ahora de moscas de gran tamaño, amigas de desovar en cadáveres, sino de un moscón enorme, aún mejor, de un enorme caballito del diablo cuyo zumbido tableteaba como el de una ametralladora enloquecida.
Llevada de una excitación y de un frenesí que se le antojaron gozosos, pues se sentía feliz con sólo recordar la nómina de moscas exterminadas, continuaba acosando al pequeño, sí, pero algo ostentoso aparato mecánico. Le recordaba una Ophiogomphus cecilia, orden de las odonatas, suborden de las anisopteras. Es evidente que por la mente de un ser humano transitan las ideas más peregrinas en los momentos más inesperados.
Quizá se tratase de una Anax junius, de una libélula común, la que acudía a la mente de la bibliotecaria. La libélula así llamada es capaz de alcanzar los ochenta y cinco kilómetros por hora y tal debía ser la velocidad que desarrollaba ésta y mecánica. Pero parecer parecía tratarse tan sólo de una zygoptera, de un vulgar caballito del diablo. Tan endemoniadamente se hurtaba al acoso de la literaria dama que lo perseguía armada, ahora, no con un matamoscas vulgar sino con una fregona que, poseída de un ímpetu incontrolable, había literalmente arrancado de manos de una limpiadora en el justo momento en el que ésta se disponía a usarla.
Los alumnos habían permanecido ensimismados en sus lecturas hasta la ocasión que se cita. Ahora permanecían atentos a las evoluciones del artilugio volador y de su ansiosa perseguidora. Mientras, las pequeñas luces individuales que habían estado alumbrando los textos recorridos por sus miradas curiosas parecían responder a un espíritu innovador que, ay, había tenido lugar en la primera mitad del siglo XX, pero que en aquellos minutos excitantes amenazaban con ponerse a la altura de los tiempos, convirtiéndose en las luces de señalización de una, hasta ese momento, impensable pista de aterrizaje. "



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