Los misterios de colores (fragmento)Juan Marsé
Los misterios de colores (fragmento)

"Todos tus recuerdos de Montse Claramunt están hechos de una materia compleja donde es difícil deslindar las especies de las variedades o de las simples mezclas: semejantes a ciertos minerales sometidos a largas estancias marinas, el paso del tiempo, el esplendor y muerte de ocultas primaveras les ha ido pegando musgos, arenillas y costras de remota y olvidada procedencia, extrañas simpatías y antipatías que los años han ido superponiendo caprichosamente. Como en esas conchas de hermoso fulgor irisado, distingues sobre todo en los recuerdos —que no acuden a la mente sujetos al hilo sin roturas del tiempo, sino al de los sentimientos, tan embrollado y quebradizo— adherencias y fulgores particularmente dorados, cuyo origen te es bien conocido: provienen de Nuria, del sol que Nuria irradiaba entonces para ti.
Tenías a la prima Montse en el tibio acuario de tus ocios domingueros, estrecho recipiente de agua sucia y estancada al que de vez en cuando te asomabas para mirarla con curiosidad, con cierto estupor y hasta a veces con lástima, pero sin tratar de comprenderla jamás, sin asociarla al destino de los mortales, realmente como si tu prima fuese un ejemplar raro cuya vida y costumbres ofreciera cierto interés biológico, pero no humano. Y es ahora cuando sientes el paso de aquel tiempo corriendo en la sangre, golpeando el pulso y las venas con urgencia, y tratas de recordar aquella muchacha ambigua e inquietante de finales del verano, cuando ya su confianza en ti la empujaba a buscarte para hablar de sus conflictos con la familia y con la parroquia y consigo misma. Solía ir a verte a la pensión desde una vez que estuviste enfermo, y sentándose al borde de la cama iba al asunto sin rodeos. Te hablaba de que a veces se sentía tan mal, de que tenía pesadillas o creía que iba a desmayarse, te hablaba de tía Isabel y sus «Comprensibles» —eso decía— temores, de la rubia patrona de la pensión Gloria, y de su soledad y su necesidad de intimar con Manuel; del empleo que éste necesitaba como el aire que respiramos, de la urgencia que tenía de verse integrado en la sociedad o del color de una corbata que pensaba comprarle. Era su vida y no tenía otra más vibrante y auténtica que ésta, y tú no te dabas cuenta. Te hablaba de sueños que nunca supiste si los vivía dormida o despierta. En cierta ocasión te contó que había soñado que ella y Manuel se habían refugiado en un viejo caserón deshabitado, de paredes descascaradas y muebles rotos que aún conservaban algo de su antiguo esplendor, y que allí reorganizaban su vida sobre la extraña convicción de hallarse solos en el mundo, como náufragos, como supervivientes de una guerra que más allá de las ventanas sólo había dejado ruinas, hasta que un día ella descubre que este caserón es la torre de sus padres, amables personajes sin rostro y ya perdidos en la memoria de los tiempos… Era una extraña Montse aquella, de fugaces presentimientos y terribles convicciones, hablando se fatigaba y era feliz, algunas veces te aceptaba una copa de coñac y entonces se animaba a fumar un cigarrillo y a sentarse en la alfombra, se quitaba los zapatos y alegremente se daba aire con los faldones sueltos de la blusa, siempre parecía descubrir el calor de pronto, sorprenderse del verano. Otras veces, repentinas oleadas de afecto y de gratitud la lanzaban a colgarse de tu cuello y a cubrirte las mejillas de besos. Tu único mérito consistía en escucharla: allí estás, con una de tus baratas y sudadas camisetas azules, de pie, apoyado de espaldas en la ventana y a contraluz, el vaso en la mano y una sonrisa entretenida bailando en los ojos, en lo alto de una superficial y turbia curiosidad. ¿Qué queda de tus palabras, de tus consejos, si los hubo? Ella lo es todo, su presencia física: una blusita rosa muy holgada sobre unos pechos armoniosamente caídos y un poco abiertos hacia los costados, un tintineo de brazaletes, un nervioso manoteo frente a tu cara, sus ropas caras, su aire de señorita del género ricatólica. Este verano su cuerpo reventaba de un extraño esfuerzo inútil, un querer empujar la nada o abrazar el vacío. Y esa fuerza que no hallaba cauce te lleva a otro recuerdo: ese día que, repentinamente, mientras bromeaba acerca de los rizos negros de tu pecho que asomaban por la camiseta, se dejó caer de espaldas en la cama con los brazos en cruz y allí se quedó largo rato, riéndose, hasta que se calló y poco a poco fue poniéndose rígida, pálida, los ojos cerrados, y nunca supiste si se durmió o se desmayó porque al sacudirla, asustado, reaccionó y te dijo que no era nada y que la disculparas, que no era nada. "



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