Tristana (fragmento)Benito Pérez Galdós
Tristana (fragmento)

"Te quise desde que nací…». Esto decía la primera carta… no, no, la segunda, que fue precedida de una breve entrevista en la calle, debajito de un farol, entrevista intervenida con hipócrita severidad por Saturna, y en la cual los amantes se tutearon sin acuerdo previo, como si no existiesen, ni existir pudieran otras formas de tratamiento. Se asombraba ella del engaño de sus ojos en las primeras apreciaciones de la persona del desconocido. Cuando se fijó en él, la tarde aquella de los sordomudos, le tuvo por un señor así como de treinta o más años. ¡Qué tonta! ¡Si era un muchacho!… Y su edad no pasaría seguramente de los veinticinco, sólo que tenía un cierto aire reflexivo y melancólico, más propio de la edad madura que de la juventud. Ya no dudaba que sus ojos eran como centellas, su color moreno caldeado de sol, su voz como blanda música que Tristana no había oído hasta entonces y que más le halagaba los senos del cerebro después de escuchada. «Te estoy queriendo, te estoy buscando desde antes de nacer —decía la tercera carta de ella, empapada de un espiritualismo delirante—. No formes mala idea de mí si me presento a ti sin ningún velo, pues el del falso decoro con que el mundo ordena que se encapuchen nuestros sentimientos se me deshizo entre las manos cuando quise ponérmelo. Quiéreme como soy; y si llegara a entender que mi sinceridad te parecía desenfado o falta de vergüenza, no vacilaría en quitarme la vida».
Y él a ella: «El día en que te descubrí fue el último de un largo destierro».
Ella: «Si algún día encuentras en mí algo que te desagrade, hazme la caridad de ocultarme tu hallazgo. Eres bueno, y si por cualquier motivo dejas de quererme o de estimarme, me engañarás, ¿verdad?, haciéndome creer que soy la misma para ti. Antes de dejar de amarme, dame la muerte mil veces».
Y después de escribir estas cosas, no se venía el mundo abajo. Al contrario, todo seguía lo mismo en la tierra y en el cielo. ¿Pero quién era él, quién? Horacio Díaz, hijo de español y de austriaca, del país que llaman Italia irredenta; nacido en el mar, navegando los padres desde Fiume a la Argelia; criado en Orán hasta los cinco años, en Savannah (Estados Unidos) hasta los nueve, en Shangai (China) hasta los doce; cuneado por las olas del mar, transportado de un mundo a otro, víctima inocente de la errante y siempre expatriada existencia de un padre cónsul. Con tantas idas y venidas, y el fatigoso pasear por el globo, y la influencia de aquellos endiablados climas, perdió a su madre a los doce años, y a su padre a los trece, yendo a parar después a poder de su abuelo paterno, con quien vivió quince años en Alicante, padeciendo bajo su férreo despotismo más que los infelices galeotes que movían a fuerza de remos las pesadas naves antiguas.
Para más noticias, óiganse las que atropelladamente vomitó la boca de Saturna, más bien secreteadas que dichas: «Señorita… ¡qué cosas! Voy a buscarle, pues quedamos en ello, al número 5 de la calle esa de más abajo… y apechugo tan terne con la dichosa escalerita. Me había dicho que a lo último, a lo último, y yo, mientras veía escalones por delante, para arriba siempre. ¡Qué risa! Casa nueva; dentro, un patio de cuartos domingueros, pisos y más pisos, y al fin… Es aquello como un palomar, vecinito de los pararrayos, y con vistas a las mismas nubes. Yo creí que no llegaba. Por fin, echando los pulmones, allí me tiene usted. Figúrese un cuarto muy grande, con un ventanón por donde se cuela toda la luz del cielo, las paredes de colorado, y en ellas cuadros, bastidores de lienzo, cabezas sin cuerpo, cuerpos descabezados, talles de mujer con pechos inclusive, hombres peludos, brazos sin persona, y fisonomías sin orejas, todo con el mismísimo color de nuestra carne. Créame, tanta cosa desnuda le da a una vergüenza… Divanes, sillas que parecen antiguas, figuras de yeso, con los ojos sin niña, manos y pies descalzos… de yeso también… Un caballete grande, otro más chico, y sobre las sillas o clavadas en la pared, pinturas cortas, enteras o partidas, vamos a decir, sin acabar, algunas con su cielito azul, tan al vivo como el cielo de verdad, y después un pedazo de árbol, un pretil… tiestos; en otra, naranjas y unos melocotones… pero muy ricos… En fin, para no cansar, telas preciosas y una vestidura de ferretería, de las que se ponían los guerreros de antes. ¡Qué risa! Y él allí, con la carta ya escrita. Como soy tan curiosa, quise saber si vivía en aquel aposento tan ventilado, y me dijo que no y que sí, pues… Duerme en casa de una tía suya, allá por Monteleón; pero todo el día se lo pasa acá, y come en uno de los merenderos de junto al Depósito. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com