Sale el espectro (fragmento)Philip Roth
Sale el espectro (fragmento)

"Eran las diez y media, y sólo cuatro clientes estaban desayunando todavía. Ella se sentó a una mesa. Yo me acomodé en otra. No parecía haberse dado cuenta de que la había seguido, ni siquiera de mi presencia a escasos metros de ella. Se llamaba Amy Bellette. La había visto una sola vez. Nunca la había olvidado.
Amy Bellette no llevaba abrigo, tan solo el gorro rojo, una rebeca de un tono claro y lo que me pareció un delgado vestido veraniego de algodón hasta que me di cuenta de que en realidad era una bata de hospital azul claro cuyos cierres en la espalda habían sido sustituidos por botones y cuya cintura se ajustaba con un cinturón que parecía una cuerda. O bien está en la miseria o bien se ha vuelto loca, pensé.
Un camarero tomó nota del pedido y, cuando se hubo ido, ella abrió el bolso, sacó un libro y, mientras lo leía, alzó con indiferencia la mano, se quitó el gorro y lo dejó a un lado. El costado de su cabeza que podía ver estaba totalmente rasurado, o lo había estado no hacía mucho (le estaba creciendo una pelusilla), y una sinuosa cicatriz quirúrgica trazaba una línea serpenteante en el cráneo, una cicatriz en carne viva, bien definida, que se curvaba desde detrás de la oreja hasta el borde de la frente. Todo el cabello, largo o corto, estaba en el otro lado de la cabeza, un cabello gris recogido en una floja trenza a lo largo del cual deslizaba distraídamente los dedos de la mano derecha, jugueteando con el pelo como lo haría la mano de cualquier niña que leyera un libro. ¿Su edad? Setenta y cinco años. Tenía veintisiete cuando nos conocimos, en 1956.
Pedí café, tomé un sorbo, me demoré antes de terminarlo, lo apuré y, sin mirarla, me levanté y abandoné el establecimiento y la asombrosa reaparición y patética reconstitución de Amy Bellette, alguien cuya existencia, tan llena de promesas y expectativas cuando la conocí, había ido a todas luces por muy mal camino.
A la mañana siguiente me sometí a la intervención, que duró quince minutos. ¡Tan sencilla! ¡Una maravilla! ¡Magia médica! Volví a verme nadando en la piscina de la universidad, sin llevar más que un traje de baño corriente y sin dejar un reguero de orina detrás de mí. Me vi andando alegremente por ahí sin tener que acarrear una provisión de las almohadillas de algodón absorbentes que, desde hacía nueve años, llevaba de día y de noche anidadas en la entrepierna de mis calzoncillos de plástico. Una indolora intervención de quince minutos y la vida volvía a parecer ilimitada. Ya no era un hombre impotente ante algo tan elemental como orinar en un recipiente. Controlar la propia vejiga… ¿quién entre los enteros y sanos considera jamás la libertad que eso concede, o la angustiosa vulnerabilidad que su pérdida puede imponer incluso a la persona más segura de sí misma? Yo, que nunca había pensado en esos términos, que desde los doce años de edad me empeñé en ser peculiar y me encantaban todos aquellos rasgos míos que se salieran de lo corriente… ahora podría ser como todo el mundo.
Como si la sombra de la humillación que siempre se cierne sobre nosotros no fuese, en realidad, lo que nos vincula a todos los demás.
Cuando regresé a mi hotel, aún faltaba bastante para el mediodía. Tenía mucho en que ocuparme mientras aguardaba que transcurriera el día antes de volver a casa. La tarde anterior, después de alejarme de Amy Bellette sin molestarla, había ido a la Strand, la venerable librería de ocasión al sur de Union Square, y por menos de cien dólares había adquirido primeras ediciones de los seis volúmenes de relatos de E. I. Lonoff. Tenía los libros en la biblioteca de mi casa, pero los compré de todos modos para ir leyendo cronológicamente fragmentos de los diversos volúmenes durante las horas que debía permanecer en Nueva York. "



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