Garito de hospicianos (fragmento)Camilo José Cela
Garito de hospicianos (fragmento)

"Un ilustre amigo, un ingeniero que se llama don Braulio Bofarull y que tiene una cabeza corriente, aunque algo gorda por fuera, pero por dentro llena de ciencia, de sabiduría y de rigor, me hablaba la otra noche en la terraza de un café de su teoría sobre los males necesarios que, para él, son los siguientes: las guerras, la esclavitud, el librecambio y la poesía.
Don Braulio Bofarull, hombre ecuánime y ponderado, cree, con Platón, que los poetas son, en principio, entes nefastos a los que, en buena política, se les debería adornar la cabellera con sedosos lazos azules para echarlos a continuación más allá de las lindes de la república; un poco, como si dijésemos, al otro lado de los Pirineos de su Estado ideal.
Don Braulio, sin embargo, que es un filósofo práctico, difiere de Platón, que no es un filósofo práctico, en cuanto a los alcances que se debe dar, en la realidad del buen gobierno, a la teórica y quizá rigurosa medida que pondría a los poetas en la disyuntiva de la emigración o el arrepentimiento.
—¿Para qué —me decía el ingeniero Bofarull, mientras sorbía con dos pajitas su naranjada natural— colocar a los poetas en tan duro trance? ¿Usted cree, honradamente, que muerto el perro desaparecería la rabia? De otra parte y en este caso, ¿qué es lo malo, de serlo algo: el perro-poeta o la rabia-poesía? No, amigo mío. No y mil veces no. No todo lo malo, en abstracto, es bueno ni prudente desarraigarlo, en concreto. Existen males precisos, ineludibles, necesarios, que hay que conllevar resignadamente, que no conviene raer, que es preciso tolerar. Uno de estos males necesarios, ya se lo dije a usted antes, es la poesía. Su total ausencia de entre nosotros sería otro mal, quién sabe si aún peor. Y entre dos males (tal es, a mi juicio, el norte de la humanidad), es preciso elegir siempre el necesario y no el superfluo, el menor y no el más grande. Lo contrario es caminar hacia la destrucción, hacia el caos, hacia el no ser, hacia el cero absoluto de los espíritus.
Don Braulio hizo una pausa, respiró prolongadamente, tamborileó con los dedos sobre el brazo de la butaca la samba Río grande del Sur, se palpó la calva con parsimonia y se echó atrás en el asiento. A la incierta luz de un farol, la faz de don Braulio tenía un gesto entre beatífico y profético, no se sabe bien si de iluminado o de explorador.
—Y mi teoría, amigo mío —continuó don Braulio casi sonriente—, que, por otra parte, tampoco es mía del todo, tiene ya numerosos seguidores que la defienden con todo ardor, con tanto ardor como algunos reumáticos defienden el ajo o algunos españoles defienden las causas perdidas. Ya sabe usted que nunca faltan, gracias a Dios, gentes con alma de héroes de las Termopilas. Quizás —añadió pensativo— sea éste otro mal necesario.
Don Braulio Bofarull encendió un cigarrillo incluso con prisa.
—Vea usted el ejemplo de don Conrado, un caso extraño, de cierto, pero evidente, reconózcamelo usted, de poeta que sirve para algo. Don Conrado, que es una rara mezcla de poeta, empresario, mecenas y fumador de puros habanos, se lió una buena mañana la manta a la cabeza —gesto, por otra parte, al que ya está y al que ya nos tiene acostumbrados—; levantó el telón de su teatro; llenó el patio de butacas, y las plateas, y los palcos, y el gallinero de un público variopinto; convocó a docena y pico de poetas y, como quien no quiere la cosa, soltó un pregón diciendo que todos los domingos se alzaría la cortina para que unos siguiesen leyendo y otros continuasen escuchando. ¿Usted conoce a mucha gente —sea usted honrado— que creyese que aquello iba a prosperar?
—Hombre, don Braulio, la verdad es que mucha, mucha, no.
—Pues ya ve usted lo que vino a suceder; el otro día se dio el recital número catorce, y si no es por el calor que aconsejó suspender —o dejar para setiembre, que tanto monta—, las reuniones, aquello no hay quien lo acabe. Usted sabe que don Conrado tuvo éxito. Usted sabe también que el primer día, para que nada faltase, metieron el pie a un poeta.
—Sí, señor; sí lo sé. En realidad no me extraña; el crítico literario de un periódico de la tarde donde yo escribo, dijo en letra de molde que los versos que leyó eran absurdos. "



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