Sota de bastos, caballo de espadas (fragmento)Héctor Tizón
Sota de bastos, caballo de espadas (fragmento)

"Doña Teotilde jamás se resignó a la pérdida de su hijo, que desapareció en el bosque corriendo detrás de un chancho. Y este incidente adquirió luego, andando el tiempo, cierta importancia para la historia.
El hecho fue que ese hijo, enterado de la existencia de grandes chanchos, y de uno, particularmente, del tamaño de un clavicordio y de colmillos tan filosos como una hoz, que vegetaban en las laderas y pampitas boscosas del distrito de Ocloyas, empujado por su propia codicia salió de cacería una tarde acompañado sólo de un par de peones y con la recomendación de que no se le esperase sino desde aquel momento a dos días. La víspera de la partida, obstinado, sordo a los ruegos de su madre, el niño metió un queso de cabra con ají, de buen tamaño, tres chorizos y un par de bollos en la escarcela, colmó de pólvora dos yescas, encebó el capirote, los guardamontes y las traíllas de los mejores perros y sopló el polvo de la bocina de cuerno, comprobando todos y cada uno de los enseres de montería. Con tales aprestos partió al galope, llenando de presentimientos el corazón de doña Teotilde y de polvo y ruidos el callejón de hortensias que crecían, semiesferas azules y violáceas, a partir de la entrada de la vieja sala y hasta que el camino se convertía en un sendero de herraduras.
Ese anochecer, ausente ya el cazador en pos del chancho, hubo faroles y música en la sala pero doña Teotilde, muy joven aún, se alejó a las habitaciones traseras para estar sola. La penumbra fría del cuarto, contemplado desde la cama adonde a duras penas había trepado, sin recoger como lo hacía de costumbre el baldaquín de grandes floripondios carmesíes y desde donde contemplaba el espacio a través de la ventana por entre cuyos barrotes se colaba un sarmiento de buganvilla como una mano que hiciera señas, le devolvió poco a poco la conciencia del lugar. Se oían ahora, después de muchos años, voces que venían de abajo, voces de hombres con los pies enfundados en botas de caña alta, calentándose al fuego, al pie de la chimenea.
Nada de eso le importaba. Ahora había otro tono en las conversaciones, un nuevo giro quizá que ella oía sin entender. Todos estaban tan lejos, e incluso su casa donde vivía lejos de la villa, de aquellos cálculos, de esas planillas de muleros y comerciantes, tan ajenos.
Ella no volverá a ver a su hijo, pero con el correr de los años, llegará a tener —primero, tímidos monólogos— largas conversaciones en secreto con él. Unos dirán que el perdido, cansado de correr en pos del chancho durante varios años, avergonzado de su fracaso, había decidido no volver y convertirse en indio chiriguano; otros que, en efecto, había hallado a la bestia y por ella logró una fortuna y esa plata le pervirtió el alma; unos más llegarán a musitar que, castigado por Dios debido a su codicia, se había convertido en ganso y en esa forma vivía, afónico y desgraciado, en ciertos charcos del gran Estero Bellaco no muy distante del río que llamaban de Valbuena. Otros más, en fin, que en lugar del chancho había descubierto un tesoro y era propietario ahora de una imprenta subterránea de donde salían cartillas y hojas de doctrina en contra del Rey, que circulaban en forma de naipes de lectura secreta. De los monteros que lo acompañaran sólo uno regresó, muy viejo y completamente sordo, a tal punto que no respondía ni por señas y sólo contestaba estupideces en los interrogatorios, a pesar de los apremios a que se lo sometiera y que le aparejaron la pérdida de un ojo, de la totalidad del cabello y de un pie.
Don Alejo en su yegua de paso, a la que por momentos sentía enorme entre sus gordas piernas, no acababa de recorrer los campos de puro desgano; jurista sin vocación, era en estos paseos, ya hidrópico y muy cargado de hombros, cuando pronunciaba sus mejores informes in voce, mientras recorría los límites de la finca en aquella parte siempre amenazada por las furias veraniegas del río.
Quince años atrás. De nada valieron sus firmezas y todo debió suceder según estaba escrito. Pero también todo estaba dado para que hubiera sucedido de otro modo: la ley, la fuerza, los intereses de las familias decentes, la doctrina de la iglesia, los accidentes geográficos.
Sin ser el Veranillo de San Juan, ese día de fines de julio fue sofocante, el viento norte trajo el bochorno envuelto en una nube de polvo parda y malévola, cuando ese hijo de italianos, lampiño y sonrosado y de gruesas asentaderas ordenó la lectura del bando en la plaza dirigido expresamente a los hacendados, labradores y comerciantes; quizá porque los otros estaban ya jugados. Recordaba clarito la reunión de algunos principales donde se analizó todo, incluso la posibilidad de resistencia al bando jacobino. La reunión había durado varias horas. Él no había abierto la boca; se limitaba a escuchar como hipnotizado, con la mirada puesta en las pobladas patillas, en los labios carnosos, concupiscentes, del regidor Tolaba que decía grandes palabras. Finalmente se otorgó mandato al Asesor del Cabildo para que entrevistase al general y le rogase morigerar el bando que ordenaba el éxodo, “por piedad de los ancianos, enfermos, inválidos y desamparados, principalmente mujeres. "



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