La lluvia del tiempo (fragmento)Jaime Bayly
La lluvia del tiempo (fragmento)

"Las relaciones entre Juan Balaguer y sus padres se hicieron más frías y distantes después de un encuentro casual en el restaurante del hotel Country. A pesar de que era renuente a exhibirse en lugares públicos, porque la gente solía reconocerlo y acercársele y decirle cosas que le resultaban molestas, Balaguer solía comprar comida en algunos restaurantes, pues vivía solo y no cocinaba, y uno de sus preferidos era el del Country. Su padre, Juan, y su madre, Dora, estaban celebrando su aniversario de bodas, una fecha que Balaguer había olvidado. Llevaban un tiempo largo sin hablarse, sin comunicarse siquiera para los cumpleaños o para la Navidad, Juan no había devuelto las llamadas de su madre y ella se había cansado de buscarlo. Balaguer pensaba que sus padres le hacían daño, que le resultaban tóxicos, y que por eso le convenía evitarlos. Fue Juan Balaguer padre quien vio a su hijo en el vestíbulo del hotel, esperando a que le trajeran la comida que había ordenado por teléfono. Se acercó a él, le dio un abrazo, le recordó que estaban de aniversario y le pidió que fuese a saludar a Dora. Sin encontrar fuerzas para oponerse y marcharse, Balaguer terminó sentado a la mesa de sus padres, hablando con ellos cordialmente, como si la comunicación no se hubiese interrumpido tanto tiempo, desde que él había dejado los estudios en la universidad y se había dedicado por completo a la televisión. Su padre era un hombre alto, distinguido, de espaldas anchas (nadaba dos horas todas las mañanas) y prominente calvicie. No era risueño, no parecía feliz, tenía el gesto torcido, la expresión fatigada, como si las circunstancias no fuesen de su agrado, como si su vida no fuese la que hubiera escogido, sino a la que se había resignado. Tenía dinero, suficiente como para no trabajar el resto de su vida, pero siempre sentía que era poco, en comparación con el de los hombres más ricos del país, de modo que su dinero le parecía insuficiente y quería más, aunque no le quedase tiempo para gastarlo. Sus grandes pasiones eran el ajedrez y los libros de guerra. Era un hombre desadaptado, lo suyo no eran las fiestas ni las reuniones con amigos, había ido perdiendo amigos con el tiempo, y le gustaba, en cambio, tomar un par de tragos a solas, en silencio. Tenía tres amigos —un general retirado, un embajador en retiro, un hacendado— con quienes se reunía para jugar ajedrez y tomar unos tragos. Le molestaba que le hablasen sobre su hijo, prefería cambiar de tema, le irritaba que su hijo fuese famoso y hubiese abandonado la universidad. Dora, la madre de Balaguer, era una mujer muy delgada, casi huesuda, el pelo pintado de un negro retinto, azabache, el rostro arrugado. Por razones religiosas, no usaba nunca pantalones, solo vestidos, y prefería no maquillarse ni hacerse operaciones estéticas. Dormía en una habitación separada de la de su marido, hacía años que no tenían ninguna clase de intimidad erótica, no le hacía confidencias a su esposo, solo se las hacía a su guía espiritual, el padre Martín Añorga de los Santos, del Opus Dei, a quien veía dos veces por semana, sin falta. Juan y Dora Balaguer parecían una pareja tranquila, no se advertía que se mirasen con crispación o rencor, un aire apacible y exento de reproches los unía. Se querían, ninguno podía imaginar la vida sin el otro, pero no eran amigos, procuraban hablarse lo menos posible, asociaban el placer con ciertos hábitos ajenos al otro. El único hijo que tenían, al estar distanciado de ellos, les recordaba, o así lo entendían ellos, que lo que hacían juntos solía salir mal. Juan pensaba que su hijo había resultado débil y engreído por culpa de Dora, que ella lo había consentido mucho de niño; Dora pensaba que su hijo había salido egoísta y materialista y falto de fe por culpa de Juan, que le daba más importancia al dinero que a la religión. Ambos, por distintas razones, pensaban que la relación que tenían con su hijo era un fracaso peor de lo que hubiesen podido imaginar. Aunque rara vez salían juntos, eran muy cumplidos para ir a comer en las fechas importantes: los cumpleaños, las fiestas patrias, el fin de año, el aniversario de matrimonio. Por eso estaban esa tarde en el Country y ahora su hijo los acompañaba y todo parecía estar bien, la conversación fluía sin contratiempos. De pronto, Juan y Dora creían que no habían hecho las cosas tan mal, que su hijo había elegido su propio camino, el de la televisión y la vida pública, que al menos no era un fracasado, un perdedor, un bueno para nada. Pudo haber sido el principio de una reconciliación, pero no lo fue. Un comentario de Juan padre lo impidió, lo echó a perder. Dora, que podía saltar de un tema a otro con aparente brusquedad y sin dar explicaciones, dijo «Nos encanta tu programa, lo vemos todos los domingos». Juan hijo sonrió: «Muchas gracias, cada vez está mejor la sintonía. Gustavo Parker está muy contento». Juan padre se apresuró: «Yo no lo veo». Juan hijo torció el gesto. Dora intervino: «Claro que lo vemos juntos, te encanta ver Panorama». Juan padre se negó a hacer concesiones en aras de la armonía familiar: «Yo no lo veo nunca. No me gusta». Su hijo le preguntó «¿Por qué no te gusta?». Balaguer padre respondió «Porque es periodismo amarillo, sensacionalista. Todo es sangre y culos y tetas». Balaguer hijo repuso «¿Y desde cuándo te disgustan los culos y las tetas, papá?». Dora supo que ese encuentro casual no serviría para reanudar las buenas relaciones, odió a su marido por ser tan severo con su hijo y guardó silencio. Juan padre dijo «No me gustan los reportajes truculentos de tu programa. No es un programa periodístico. Es frívolo, amarillento». Balaguer hijo preguntó «¿Y tú desde cuándo sabes tanto de periodismo?». Balaguer padre contestó «Sé de periodismo y de la vida más que tú, muchacho insolente. Y sé que tu jefe Gustavo Parker es un mafioso que debería estar preso, les debe plata a todos los bancos del Perú y tiene pésima reputación». Balaguer hijo se puso de pie y miró fríamente a su padre: «Le tienes envidia porque tiene más plata que tú». Luego se marchó a paso rápido, mientras Dora le decía a su esposo «¿No podías quedarte callado?».
Haciendo maletas apresuradamente para llegar al aeropuerto a las cuatro de la mañana y abordar el vuelo de las seis hacia Buenos Aires, Juan Balaguer pensó que la vida era muy extraña, que una simple llamada telefónica le había arruinado el destino, torcido la suerte, que si Soraya Tudela no lo hubiese buscado a él sino a Malena Delgado o a Raúl Haza, ninguna de las desgracias que se habían cernido sobre él habría ocurrido nunca, y el caso Soraya hubiese sido tocado, o quizás no, por esos otros periodistas, pero ya era tarde para lamentarse, el daño ya estaba hecho, la suerte estaba echada, y Balaguer había decidido este final, el final brevemente valeroso, el final fugazmente heroico: por unas pocas horas quedaría ante la opinión pública como un periodista corajudo, con principios, que había enfrentado la duplicidad moral del candidato Tudela, pero esa percepción duraría poco y estaba a punto de ser pulverizada por el video sexual, y luego nada sería igual, era mejor estar lejos cuando la gente reaccionase con repulsión, era mejor escapar del Perú. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com