Monstruos parisinos (fragmento)Catulle Mendès
Monstruos parisinos (fragmento)

"¿Ya le he hablado de la Señora de Portalègre? si hace tiempo fue bonita, hoy está mucho mejor, porque tiene treinta y cinco años. No se envejece más que en provincias; en París la belleza se adquiere; es un arte que hay que aprender, y, muy joven no se aprende nada. Alguien preguntaba a un hombre con mucha experiencia si le gustaba la condesita de C..., recientemente presentada en sociedad: «No, respondió, pero me gustará.» Además los frutos maduros ofrecen una especial ventaja en este tiempo donde la vida transcurre tan aprisa: uno no se molesta en cogerlos, caen por sí mismos. La Señora de Portalègre, por lo que se cuenta, cae con facilidad. Pero si tiene amantes, se ignora generalmente la razón. ¿Recuerda usted la frase que Gavarni pone en boca de una de sus «casquivanas» como se decía entonces? Hela aquí, más o menos: «¡Aquel que me hiciese soñar, podría vanagloriarse de ser un cachondo!» La marquesa de Portalègre, gran dama, tendría el derecho de decir lo mismo, con palabras más elegantes. Tan absolutamente insensible como perfectamente bella, fríamente imperiosa, ella no cede sin duda más que para dominar, no se entrega más que para poseer, a fin de ser «dueña». Pues nadie la ha oído pronunciar una palabra de conmiseración, ni visto llorar una lágrima de emoción. Es la bárbara y serena triunfadora. Si se le sirviese en la cena el corazón de su último amante, ella comería sin disgusto, incluso con placer; y creo que repetiría si estuviese bien sazonado.
Anteayer, el salón donde yo le hacía mi visita para felicitarle el año nuevo, estaba completamente lleno a rebosar de figuritas exquisitas. En un desorden loco y encantador, sobre la marquetería de las mesas, sobre el satén estampado de los sillones y los cojines, sobre el ébano del piano de cola, los esmaltes japoneses, grandes jarrones o frágiles copas, armonizaban sus esplendores un poco apagados; los abanicos de varillas de marfil tallado con las láminas pintadas en tonos vivos, se abrían a medias como alas de pájaros exóticos sobre cofres de cristal tan transparente que uno no los habría visto si no hubiese sido por sus cierres de oro; las estatuillas de bronce erigían orgullosamente su desnudez verde entre el lujo chillón y hermoso de las pequeñas cestillas doradas y de las cajitas de satén violeta, amarillo o rosado, donde los mil caramelos yuxtaponen y amontonan todos los colores de una loca paleta; aquí y allá, un joyero entreabierto dejaba entrever las fulgurantes pedrerías de un collar, de un brazalete, o de una larga cadena; y, entre el deslumbramiento de esas elegantes riquezas, la Señora de Portalègre, paseándose sobre ellas, de un modo extraño, en los intervalos de la charla, con una mirada que no ve, hacía pensar, con su indiferente gracia, en alguna apacible inmortal, apenas satisfecha, que se había dignado a aceptar ofrendas. "



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