Kleist en Thun (fragmento)Robert Walser
Kleist en Thun (fragmento)

"Los Alpes se le antojan la infranqueable puerta de acceso a un paraíso situado en las alturas. Recorre su pequeña isla paso a paso, de un extremo a otro. La chiquilla cuelga ropa blanca entre los arbustos, sobre los que brilla una luz gualda, melodiosa, mórbidamente bella. Los rostros de las montañas nevadas son tan pálidos; una belleza última, intangible se enseñorea de todo. Los cisnes, que se deslizan de un lado a otro entre los juncos, parecen hechizados de belleza y luminosidad vespertina. El aire está enfermo. Kleist querría verse inmerso en una guerra brutal, en alguna batalla, se siente un personaje miserable y superfluo.
Da un paseo. ¿Por qué, se pregunta sonriendo, ha de ser precisamente él quien no tenga nada que hacer, nada que golpear ni derribar? Siente cómo las savias y energías se quejan soterradamente en su interior. En su alma entera palpita un ansia de esfuerzos corporales. Trepa hasta la colina del castillo por entre altas y antiguas murallas, sobre cuyas corroídas piedras grises se enrosca apasionadamente, al bajar, la hiedra verdinegra. En todos los ventanales altos resplandece la luz del atardecer. Arriba, al borde de la ladera de roca, se alza un gracioso templete; allí se sienta y lanza su alma hacia el panorama espléndido, sagrado, silencioso que se abre a sus pies. Ahora se sorprendería si pudiera sentirse bien. ¿Leer un periódico? ¿Qué sentiría? ¿Mantener un diálogo tonto sobre política o asuntos de interés público con algún respetable gaznápiro de la administración? ¿Sí? No es desdichado, en su fuero interno considera dichosos a quienes pueden sentirse desconsolados: natural y poderosamente desconsolados. Él lo tiene aún peor debido a un pequeño matiz distintivo. Es demasiado sensible para ser infeliz, tiene demasiado presentes todos sus sentimientos vacilantes, cautelosos, suspicaces. Querría gritar, llorar. ¡Dios del Cielo, qué es lo que me ocurre!, y echa a correr cuesta abajo por la colina ya medio a oscuras. La noche lo alivia. Una vez en su alcoba, se sienta a su escritorio decidido a trabajar hasta el delirio. La luz de la lámpara le borra la imagen del paisaje; eso lo despeja y se pone a escribir.
Los días de lluvia son atrozmente fríos y vacíos. El paisaje lo hace estremecerse. Gimen y lloriquean los verdes arbustos, goteando lluvia por un poco de sol. Nubes sucias y monstruosas se deslizaban por las cabezas de los montes como enormes y temerarias manos homicidas en torno a unas frentes. La campiña parece querer ocultarse del mal tiempo; quiere contraerse. El lago se pone duro y sombrío, y las olas dicen palabras llenas de malignidad. Como una siniestra admonición llega mugiendo el viento huracanado y no logra salir por ningún sitio. Se estrella con violencia de una pared montañosa a otra. Todo es oscuro y pequeño, pequeño; uno lo siente pegado a la nariz. Entran ganas de coger mazos y repartir golpes a diestra y siniestra. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com