Noticias del Imperio (fragmento)Fernando del Paso
Noticias del Imperio (fragmento)

"Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio. Vino, cargado de recuerdos y de sueños, en una carabela cuyas velas hinchó una sola bocanada de viento luminoso preñado de papagayos. Me trajo un puñado de arena de la Isla de Sacrificios, unos guantes de piel de venado y un enorme barril de maderas preciosas rebosantes de chocolate ardiente y espumoso, donde me voy a bañar todos los días de mi vida hasta que mi piel de princesa borbona, hasta que mi piel de loca octogenaria, hasta que mi piel blanca de encaje de Alenzón y de Bruselas, mi piel nevada como las magnolias de los Jardines de Miramar, hasta que mi piel, Maximiliano, mi piel quebrada por los siglos y las tempestades y los desmoronamientos de las dinastías, mi piel blanca de ángel de Memling y de novia del Béguinage se caiga a pedazos y una nueva piel oscura y perfumada, oscura como el cacao de Soconusco y perfumada como la vainilla de Papantla me cubra entera, Maximiliano, desde mi frente oscura hasta la punta de mis pies descalzos y perfumados de india mexicana, de virgen morena, de Emperatriz de América.
El mensajero me trajo también, querido Max, un relicario con algunas hebras de la barba rubia que llovía sobre tu pecho condecorado con el Águila Azteca y que aleteaba como una inmensa mariposa de alas doradas, cuando a caballo y al galope y con tu traje de charro y tu sombrero incrustado con arabescos de plata esterlina recorrías los llanos de Apam entre nubes de gloria y de polvo. Me han dicho que esos bárbaros, Maximiliano, cuando tu cuerpo estaba caliente todavía, cuando apenas acababan de hacer tu máscara mortuoria con yeso de París, esos salvajes te arrancaron la barba y el pelo para vender los mechones por unas cuantas piastras. Quién iba a imaginar, Maximiliano, que te iba a suceder lo mismo que a tu padre, si es que de verdad lo fue el infeliz del Duque de Reichstadt a quien nada ni nadie pudo salvar de la muerte temprana, ni los baños muriáticos ni la leche de burra ni el amor de tu madre la Archiduquesa Sofía, y que apenas unos minutos después de haber muerto en el mismo Palacio de Schönbrunn donde acababas de nacer, le habían trasquilado todos sus bucles rubios para guardarlos en relicarios: pero de lo que sí se salvó él, y tú no, Maximiliano, fue de que le cortaran en pedazos el corazón para vender las piltrafas por unos cuantos reales. Me lo dijo el mensajero. Al mensajero se lo contó Tüdös el fiel cocinero húngaro que te acompañó hasta el patíbulo y sofocó el fuego que prendió en tu chaleco el tiro de gracia, y me entregó, el mensajero, y de parte del Príncipe y la Princesa Salm Salm un estuche de cedro donde había una caja de zinc donde había una caja de palo de rosa donde había, Maximiliano, un pedazo de tu corazón y la bala que acabó con tu vida y con tu Imperio en el Cerro de las Campanas. Tengo aquí esta caja agarrada con las dos manos todo el día para que nadie, nunca, me la arrebate. Mis damas de compañía me dan de comer en la boca, porque yo no la suelto. La Condesa d'Hulst me da de beber leche en los labios, como si fuera yo todavía el pequeño ángel de mi padre Leopoldo, la pequeña bonapartista de los cabellos castaños, porque yo no te olvido.
Y es por eso, nada más que por eso, te lo juro, Maximiliano, que dicen que estoy loca. Es por eso que me llaman la loca de Miramar, de Terveuren, de Bouchout. Pero si te lo dicen, si te dicen que loca salí de México y que loca atravesé el mar encerrada en un camarote del barco Impératrice Eugénie después que le ordené al capitán que arriara la bandera francesa para izar el pabellón imperial mexicano, si te cuentan que en todo el viaje nunca salí de mi camarote porque estaba ya loca y lo estaba no porque me hubieran dado de beber toloache en Yucatán o porque supiera que Napoleón y el Papa nos iban a negar su ayuda y a abandonarnos a nuestra suerte, a nuestra maldita suerte en México, sino que lo estaba, loca y desesperada, perdida porque en mi vientre crecía un hijo que no era tuyo sino del Coronel Van Der Smissen, si te cuentan eso, Maximiliano, diles que no es verdad, que tú siempre fuiste y serás el amor de mi vida, y que si estoy loca es de hambre y de sed, y que siempre lo he estado desde ese día en el Palacio de Saint Cloud en que el mismísimo diablo Napoleón Tercero y su mujer Eugenia de Montijo me ofrecieron un vaso de naranjada fría y yo supe y lo sabía todo el mundo que estaba envenenada porque no les bastaba habernos traicionado, querían borrarnos de la faz de la Tierra, envenenarnos y no sólo Napoleón el Pequeño y la Montijo, sino hasta nuestros amigos más cercanos, nuestros servidores, no lo vas a creer, Max, el propio Blasio: cuídate del lápiz-tinta con el que escribe las cartas que le dictas camino a Cuernavaca y de su saliva y del agua sulfurosa de los manantiales de Cuautla cuídate, Max, y del pulque con champaña, como tuve yo que cuidarme de todos, hasta de la Señora Neri del Barrio con la que iba yo todas las mañanas en un fiacre negro a la Fuente de Trevi porque decidí, y así lo hice, beber sólo de las aguas de las fuentes de Roma en el vaso de Murano que me regaló Su Santidad Pío Nono cuando fui a verlo de sorpresa sin pedirle audiencia y lo encontré desayunando y él se dio cuenta de que estaba yo muerta de hambre y de sed, ¿quiere unas uvas la Emperatriz de México? ¿Se le antojaría un cuerno con mantequilla? ¿Leche quizás, Doña Carlota, leche de cabra recién ordeñada? Pero yo lo único que quería era mojar los dedos en ese líquido ardiente y espumoso que me habría de quemar y tostar la piel, y me abalancé sobre el tazón, metí los dedos en el chocolate del Papa, me los chupé, Max, y no sé qué hubiera hecho yo después de no haber ido al mercado a comprar nueces y naranjas para llevarlas al Albergo di Roma: yo misma las escogí, las limpié con la mantilla de encaje negro que me regaló Eugenia, examiné las cáscaras, las pelé, las devoré y también unas castañas asadas que compré en la Via Appia y no puedo imaginar cómo me las hubiera arreglado sin la Señora Kuchacsévich y sin el gato, que probaban toda mi comida antes que yo, y sin mi camarera Matilde Doblinger que se procuró un hornillo de carbón y me hizo el favor de llevar unas gallinas a la suite imperial para que yo pudiera comer sólo aquellos huevos que viera poner con mis propios ojos. "



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