Aromas (fragmento)Philippe Claudel
Aromas (fragmento)

"A veces, la juventud puede no ser más que cuestión de ruido y humo, no necesariamente de furia. A principios de los años setenta, lo importante es hacer petardear la moto y que te oigan. Ciclomotores grises o azules con el carburador trucado y los silenciadores desmontados; personalizados como Dios te da a entender, por ejemplo acercando los dos extremos del manillar hasta que casi se puedan coger con una sola mano, lo que convierte en peligroso cada viraje. Sillín de dos plazas, una cola de zorro sobre el guardabarros posterior, retrovisor adornado con montura trenzada. Caballete corto para inclinar el cacharro al estilo Harley. La gama alta reduce a lo esencial los cuerpos de las Gitane Testi, Flandria o Malaguti, bólidos en miniatura que, sin embargo, no superan los 50 cm3 de cilindrada y consumen una mezcla para motor de dos tiempos, mitad gasolina, mitad aceite, doble naturaleza generosa cuya combustión despide olores de fritanga. Están de moda los bailes, más bien bailuchos, locales desmontables de forma rectangular que recorren las pequeñas ciudades y los pueblos. Todos los sábados por la noche conjuntos de músicos con lentejuelas y patillas tocan allí los clásicos de los semidioses franceses del rack and roll, pero también las melosas canciones ligeras de Drupi o Mike Brant, que abren los corazones de las chicas, y también sus brazos. Vado via. Laisse—moi t'aimer. Qui saura? A nosotros, que seguimos en la edad de los dientes de leche, todo eso nos queda muy lejos. El baile se monta ante nuestros ojos y al instante la ronda de las motos trucadas extiende alrededor su estrepitosa nube de circuito mecánico. Los chicos de veinte años llevan melena corta a lo Rubettes o, en el mejor de los casos, al estilo de Bowie en la época de Ziggy Stardust o del Keith Richards de Exile on Main Street. Cazadoras de escay ajustadas, jerséis Shetland ajustados que no llegan al ombligo, pantalones de campana con cinturones de enormes hebillas y zapatos burdeos de punta redonda y tacón alto. Zapatos Moliere, los llaman. Las chicas se montan en los ciclomotores luciendo pantalón marca Karting o minifalda, y se les ven los muslos. Llevan botas, blusas de satén de anchas solapas, los ojos pintados de verde y las pestañas cargadas de rímel. Fuman Fine 120 o Royale Menthol extralargos, y sus novios, Gauloises. Al día siguiente, los periódicos informan de que bandas rivales se han enfrentado delante del baile, o incluso dentro, blandiendo navajas automáticas, hachas o cadenas de bicicleta. Recorremos la zona buscando rastros de sangre en el suelo, pero sólo queda el olor a cerveza que ha perdido el gas, orina y vómito. Las tardes de verano son testigo del paso incesante por la carretera de Sommerviller, frente a nuestra casa, de los pequeños y ruidosos vehículos a motor envueltos en nerviosas humaredas, a raíz de estúpidos desafíos que lanzan a más de uno contra el tronco de un plátano impasible o bajo las ruedas de un camión. En las calientes emanaciones de los febriles motores, creo percibir los olores de la vida adulta, como quien intuye en el temblor del alba lo que el día será. Estoy impaciente por montar a horcajadas en uno de esos chismes, aspirar su hedor a garaje y sentir el viento en el pelo. Dombasle aún mantiene esa tradición de bajas cilindradas aullantes, que expulsan su humo azul de aceite quemado en las curvas, tomadas a todo gas, con la rodilla rozando el suelo, a lo Grand Prix. Los scooters conducidos por los hijos han sustituido a los velomotores de los padres, que de su época de gloria y broncas sólo conservan las cicatrices de los navajazos, unos ojos rasgados tatuados bajo el pómulo, tres dientes de menos, una pulsera de plata y unas botas indescriptibles. Su vientre, antaño descubierto y plano, se abomba bajo la chaqueta del chándal. Pasan el cortacésped por el estrecho rectángulo de hierba en la parte trasera de su chalet. A veces se arrodillan para regular el motor, que pierde y consume demasiado; luego, encienden la barbacoa con el grupo de soldadura y asan unas salchichas descongeladas mientras beben un par de cervezas compradas en el súper. Su rolliza mujer se sienta a su lado en el banco. A menudo, lleva el mismo chándal que ellos. En otra época, se parecía a Joelle, la atractiva cantante del grupo Il était une fois, fallecida a los veintisiete años. Los bailes desaparecieron hace mucho, pero ellos siguen escuchando a Johnny Hallyday. A veces, los domingos, entre los puestos de un mercadillo de pueblo, al que van por pasar el rato, encuentran una Gitane Testi en venta tumbada en la acera, flanqueada por dos cajas de viejos discos de vinilo y unas parkas militares. Se paran y la miran. Ahora les parece pequeña. La recordaban mucho más grande. Como la vida. "


El Poder de la Palabra
epdlp.com