Las palabras perdidas (fragmento)Jesús Díaz
Las palabras perdidas (fragmento)

"Hubiera podido negarse, un tabaco era algo tan personal como los labios de Abu Menyel en los viejos tiempos; pero la escasez había prostituido el hábito de fumar convirtiéndolo en un ritual colectivo: tabacos y cigarros pasando de labio en labio, de saliva en saliva, como la pipa de los sioux. Apreciaba la generosidad implícita en la nueva costumbre, pero, sencillamente, le resultaba imposible practicarla. Él no era sioux. De modo que dio una última, intensísima cachada, maldijo la escasez, cerró los ojos y cedió la breva decidido a no volver a recibirla. Disfrutó la delicada cosquilla del humo incorporándose a su cuerpo y lo exhaló dulcemente, suavemente, como si se despidiera de la dicha antes de regresar a los calcinantes vapores del asfalto.
Dos nuevas bestias se acercaban crujiendo. La multitud se abalanzó sobre ellas y él se vio envuelto en la marea mientras cerraba el paraguas y se echaba a cuestas la mochilona. El Flaco apagó el tabaquito en la suela del zapato, se echó el cabo en el bolsillo y se sumó al tumulto que presionaba junto a la primera bestia. Él había quedado delante y sintió que lo alzaban en vilo en el momento en que la puerta se abría. Lo envolvió un rancio olor a grajo y un murmullo de protesta por el espacio que ocupaban las mochilonas, y supo así que el Flaco también había subido.
Cuando el ómnibus dejó atrás La Rampa, sintió la excitación de estar adentrándose en terra incógnita. En el sudeste hacia el que se dirigían había barrios desconocidos, cuyos nombres —Luyanó, Lawton, Guanabacoa— le sonaban como palabras de otra lengua. Había también una calle que en su imaginación acabó perdiendo toda materialidad para transmutarse en un libro cuya sosegada demencia lo sobrecogía. «Me pasma lo callado», citó en un murmullo, «brutalmente me pasma lo callado y digo/ no sé quién ríe por mí la noble broma...»
Dejó la cita en el aire y se concentró en esperar el acontecimiento, el instante en que la bestia cruzara por fin la Esquina de Tejas pasando, «como los frutos que la demencia impulsa», de la calle Infanta a la calzada de Jesús del Monte, el ámbito de la escritura. Siempre lo había conmovido aquel tránsito, alguna vez hasta lo había hecho llorar, aun cuando reconocía que, mal miradas, es decir, miradas sin palabras que las distinguieran, no había grandes diferencias entre Infanta y la Calzada. Pero Infanta era muda y Jesús del Monte había sido cantada, cantaba ella misma «el reverso claro de la muerte, la extraña conciliación de los días de la semana con la eternidad». Y ahora habían dejado atrás la Escuela Normal y llegado al punto en que Infanta se estrecha y se hace especialmente fea y sombría, como la salida de ciertas grutas que, de pronto, se abren a un valle cegador. Allí estaba. «En la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte / donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo», murmuró, agradecido como el primer hombre ante el misterio inagotable del fuego. No existía, ni había existido, ni existiría nunca alquimia semejante, capaz de trasmutar, sin traicionarla, la pobreza, la fealdad y el polvo en el oro de ley de la nostalgia. Gracias a ella atravesaban ahora no aquella desolada vastedad chillona que le proponían los ojos de su cara, sino el «cruce tan humilde, el ceniciento / paso de nuestras Aguas Dulces, el siempre atardecido». "



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