La lluvia de los inocentes (fragmento)Andrés Ibáñez
La lluvia de los inocentes (fragmento)

"Arturo preguntó si la carta de Lorca era original, que por supuesto que lo era, y luego se interesó por la colección de tangos del padre de Federico, y Federico eligió uno de los discos de Gardel y puso «La percanta», que era, según les dijo, uno de sus tangos favoritos.
Un rato después llegó Graciela, la hermana de Federico, que era más pequeñita que él y tenía una cara muy dulce, gafas de miope y la nariz grande de las personas buenas y desdichadas. Venía con cuatro amigas que eran como cuatro gatas, una gata rubia llamada Elisa, una gata morena llamada Gladys, una gata castaña llamada Georgina y una gata con botas llamada Sonia, que era la única española. Gladys tenía un sonoro apellido polaco y agradable rostro de pájaro, con ojos levemente hinchados y enrojecidos y una larga cabellera rizada. Georgina era alta, huesuda y desgarbada, y llevaba una camisa de botones color verde hoja y unos vaqueros blancos. Sonia era pequeñita y sonriente y tenía tendencia a ruborizarse por cualquier cosa; llevaba un vestido de lana muy ceñido, medias negras y botas de tacón que sonaban clap clap cada vez que daba dos pasos. Elisa tenía una larga cabellera rubia y un rostro misterioso de felina, con amplios huesos de la mandíbula y ojos rasgados. Al parecer, sus padres estaban divorciados y ella acababa de llegar a Madrid para vivir con su madre. Mateo nunca había conocido a nadie que tuviera unos padres divorciados.
Sirvieron Coca-Colas y boles con patatas fritas y panchitos. Hicieron una colecta para pagar los gastos de la fiesta, una costumbre que provocó algunas miradas cruzadas de sorpresa entre Liroz y Mateo, Mateo y De la Hoz. Las posibilidades de iluminación del salón no eran muchas: una lámpara en el centro del cielorraso. Como apenas había muebles aparte de las sillas de la mesa del comedor y el sofá, estaban casi todos sentados en la gruesa alfombra de pelo blanco, en torno del cofre que hacía las veces de mesa de café. Los argentinos eran los protagonistas absolutos de la noche. Estaban llenos de trucos, de juegos, de malabarismos verbales: hablaban al verse a una velocidad de vértigo, decían orto en vez de culo, y ándate al carajo y boludo y se reían de los gallegos, aunque allí eran todos gallegos, es decir, españoles, semos los colectiveros que cumplimos con nuestro debeeeeer, cantaban Les Luthiers, pero había que entender que los gallegos de Buenos Aires eran todos estúpidos, torpes y avariciosos, igual que el Manolito de Mafalda, que era el gallego típico, siempre pensando en la plata, sin imaginación, sin encanto.
Jugaron a las películas, y a Mateo le tocó hacer La guerra de las galaxias y luego Portero de noche y lo hizo bastante bien considerando que le ardían las mejillas de la vergüenza que le daba. Luego hicieron un concurso de piernas, que consistía en exhibir las pantorrilas desnudas a través de una puerta que había sido cubierta hasta una distancia de medio metro del suelo con una manta, primero los chicos y luego las chicas, pasando con las piernas desnudas y mostrándolas por debajo de la manta, y Mateo se quedó hipnotizado al contemplar las pantorrillas más tiernas y hermosas que había visto nunca, pantorrillas ligeras como de pescadora del algún idilio marino, suavemente redondeadas, limpias como el mármol. Estaba en un estado de suave exaltación por la música exótica, por lo extraña y mágica que le resultaba la situación, por la alfombra de pelo blanco, por lo atractiva que le había parecido la madre de Federico, y sobre todo, por la combinación de violencia, rubor y exaltación que le había producido representar películas delante de todos y ahora exhibir las pantorrillas desnudas frente a las miradas de las cuatro gatas sinuosas, deliciosas, complicadas, amigas de Graciela. Resultaron ganadores Federico y Elisa, los dueños de las pantorillas más hermosas en las categorías masculina y femenina. Sí, sin duda las pantorrillas de Elisa eran deliciosas.
Apareció el padre de Federico. Era el primer escritor de carne y hueso que Mateo veía en su vida, un hombre de poco más de cuarenta años, con barba, con una chaqueta de cuadros, con un rostro grande, descolorido y triste, con ojos de acabar de despertarse de la siesta a pesar de que venía de la calle, y nada hubiera deseado más en el mundo que hablar con él, y contempló con envidia cómo Liroz le saludaba con toda confianza, siempre con su horrible acento argentino:
–Che, Horacio, qué decís.
Y el padre de Federico le amagaba un pase de boxeo, y Mateo se preguntaba cómo podía tener Liroz tanta caradura y cómo podía soltar tontería tras tontería con tanto aplomo, y se preguntó también por qué les caía Liroz tan bien a todos, y cómo había logrado ganarse la confianza de toda la familia en tan poco tiempo. Porque era evidente que Liroz no sólo había venido ya varias veces a casa de Federico, sino que ya había llegado casi a hacerse un habitual.
Apagaron la luz principal y Graciela prendió una lámpara de pantalla en un extremo del salón que lo dejó casi todo hundido en una oscuridad de misterio y de miedo. Era la hora de los cocodrilos, la hora del fuego verde. Se marcharon los que tenían que estar en casa a las diez. Los distintos grupos se reunieron en un solo círculo en torno al cofre de los piratas y comenzaron a hablar de física cuántica, del misterio del tiempo y del espacio, de la materia oscura y del enigma de la identidad. Todos estaban leyendo Rayuela y Juan Salvador Gaviota. Todos estaban fascinados por las ficciones y las inquisiciones de Jorge Luis Borges. Se discutió si Borges era un fascista o no lo era. Surgió el tema del peronismo: al parecer, los padres de Federico eran de izquierdas y eran peronistas y no, los españoles no podían comprender lo que era el peronismo, y decir que Perón era un fascista era una barbaridad, era no entender la historia de la Argentina. Federico charlaba con Sonia, la amiga española de su hermana, que reía y se ponía roja al escuchar sus bromas. El estilo de seducir de Federico consistía en tratar a la mujer cuyas atenciones deseaba lograr con una caballerosidad untuosa y antigua que él exhibía con una mezcla de aplomo e ironía, de delicadeza y de juego. Mateo, que no sabía nada de las mujeres y no conocía en absoluto la gramática de la seducción, se maravillaba que aquello funcionara. Atrevimiento y fantasía, imaginación y ternura, prestidigitación y buenas maneras, todo siempre al borde de la cursilería. No, era imposible que Sonia se tragara el anzuelo. Pero se lo tragaba encantada, se moría de risa, se ponía roja, tan roja que debía de tener el cuello y el pecho y los hombros rojos, aquellos rubores no eran normales. Elisa, la muchacha rubia que tenía rostro redondeado y felino, estaba sentada en el sofá mirando al vacío. Aprovechando la oportunidad, Mateo se levantó de la alfombra y se sentó a su lado en el amplio sofá de rafia. "



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