El amor enfermo (fragmento)Gustavo Nielsen
El amor enfermo (fragmento)

"Repentinamente decidió que el teléfono era historia antigua, y le importaría poco, de ahí en más. "Muy poco", recalcó. Le tenía bronca al teléfono y, si lo oía sonar, no iba a levantar el auricular por nada del mundo. Sí, señor. Que ella supiera que él no estaba, que no la esperaba. Inclusive, pensó, podría llamarla para dejarle un mensaje perentorio. Le daría cinco días, ni uno más, para volver a comunicarse, o que se olvidara para siempre. Sin presiones de ningún tipo era muy difícil cortar la relación, y el problema era que él se había quedado sin Silvia y sin la verdad de lo que había pasado.


Por eso ella seguía jugando con blancas y él era el deprimido. Levantó el tubo con decisión. Marcó redial y enseguida respondió aquel contestador. Ella había cambiado otra vez la música. Ahora había un rocanrol. Silvia odiaba el rocanrol como él. Lo odiaban en pareja. Ella ni siquiera lo consideraba música, y ahora había seleccionado un rocanrol como música de fondo en su contestador. Contó la cantidad de mensajes con los dedos: doce. Sonó el pip final y Saravia se encontró en la disyuntiva de tener que decir algo y no saber qué, lo que le provocó un suspiro que lo hizo cortar, inmediatamente asustado. ¿El suspiro habría quedado grabado en la cinta? ¿Ella sería capaz de reconocerlo, a seis meses y medio de la separación? Un calor rotundo envolvió la cara de Saravia.
¿Qué número de tres cifras podía haber usado Silvia para bloquear el contestador de su fax? Saravia examinó varios códigos posibles. El triple 6 podía ser, también el 123 o el 789, fáciles de recordar, o el 555 de Polyana. No, no era el estilo de ella. Silvia cumplía años el 5 de enero. Marcó su número otra vez y, durante la duración del mensaje, probó el 105. Cortó. Llamó de nuevo y probó con el 501. La máquina dio un vuelco y rebobinó los mensajes, dispuesta a leérselos uno a uno. A Saravia se le erizó la piel. Anotó 501 en un papel. Puso el despertador a las dos de la mañana. Antes de que sonara, ya estaba intentándolo de nuevo. Oyó trece pips que eran trece mensajes (los doce anteriores más el suspiro). Ella no había llegado aún.
(…)
Saravia volvió a escuchar todos los mensajes juntos. Por el tono empalagoso de la voz y el ingenio pasado de moda de lo que decía, dedujo que no era el tipo de Silvia. A esa relación no le daba más de cuatro meses. Aunque ya no le importaba se había levantado de la cama e iba a poner música. El laberinto lábil de la corbata roja a lunares blancos seguía ahí, derramado sobre la mesa. "La verdad y su efecto demoledor y restaurador", pensó, y pensó también que deseaba una pizza de anchoas y escuchar aquellos casetes que le había grabado ella. Pensó en violines y se acordó de Shlomo Mintz interpretando los Capricci, pero se le ocurrió que era demasiado nervioso y áspero para la ocasión; no así, por ejemplo, las sonatas y partitas de Bach ejecutadas por Arthur Groumiaux, muchísimo más dulces, aunque algo tristes. Silvia decía que el violín siempre era triste, y Saravia le había llevado entonces un casete de Midori sumamente alegre, y había elegido dos temas. Uno de Paganini, el número tres cantabile, y otro, el número trece, de Sarasate. Para que observara, con el primero, que un violín podía ser divertido, y con el segundo, que una canción triste podía ser una elegía y no una depresión como las partitas. Silvia había utilizado la expresión "triste como una mala siesta de domingo". El casete que ella tenía entre las manos se llamaba "Encore!" y la cara de la violinista japonesa tenía la expresión de no poder tocar más bises.
-¡Slavonic Dance de Dvorak! -había leído Silvia, contenta. Pronunció vóryak.
Ella había apretado fwind hasta que lo encontró, recordó Saravia. Se sentó debajo de su abrazo, cariñosa. A todo volumen, comenzó a sonar el Opus 46 No 2 en Mi menor, el himno más tierno y nostálgico de todos los tiempos, según Saravia, y después según Silvia, también. Él se imaginaba a la japonesa llorando mientras lo tocaba, porque lo que se oía eran lágrimas vivas deslizándose por las cuerdas, lamentos de amor, y comenzaron a llorar juntos, mansamente, cuando el sonido creció como una esperanza. Como la esperanza que ahora tomaba la forma de un teléfono, hasta que atendía y descubría que no era ella, que nunca lo sería. Que ya no lo llamaría, por más que la Danza Slavónica de Dvorák comenzara de nuevo. Número equivocado. Saravia hubiera pronunciado vórak. "



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