La mansión de los abismos (fragmento)Joan Manuel Gisbert
La mansión de los abismos (fragmento)

"Su cuerpo había recordado los movimientos con precisión. Percibió el olor enrarecido y respiró con dificultad en aquella atmósfera densa en la que parecía que una palabra que se pronunciara iba a quedar flotando en el aire.
Gundula tanteó con los pies en la oscuridad. Tocó los candelabros. Había logrado llegar adonde quería.
Los golpes, ahora más cercanos, continuaban, apremiantes. Pensó que los producían los agentes de policía, de nuevo en el lugar, tratando de abrirse paso por algún acceso subterráneo. Pero no la apartaron de su decisión. Ya no le importaba lo que pudiese hacer una policía que la había dejado tanto tiempo a merced de un posible asesino.
Gundula había renunciado a escapar porque, de pronto, el deseo de conocer el secreto de la estancia prohibida se había apoderado de ella por completo. Por primera vez en aquella pesadilla había decidido en libertad, sin presiones ni amenazas, por sí misma, atenta solo al clamor de su conciencia. Necesitaba saber cuál era la causa de los sufrimientos de Théodore Bertrand. Solo después podría decidirse por la huida, pues confiaba en que aún le sería posible, o por prestar ayuda a Bertrand, si ello estaba de algún modo a su alcance.
En aquellos momentos no tenía miedo. No pensaba que romper la prohibición podía ser muy peligroso. Actuaba bajo el dictado de su propia voluntad: el ser consecuente consigo misma la había liberado de la angustia.
Se agachó, buscando los fósforos. Estaban húmedos. Frotó varias cabezas en la lija del estuche. En los primeros intentos no obtuvo más que breves y minúsculos destellos. Al fin logró que uno prendiera. Pasó la llama a los pabilos de un candelabro.
No había duda ya. Estaba en el espacio secreto que Bertrand le había mostrado, en la antesala de la cámara prohibida. Ante ella se alzaba la gran puerta cerrada. La vieja llave colgaba del muro.
De pronto, los golpes retumbantes cesaron. El repentino silencio la impulsó a coger la llave.
Cuando la tuvo en la mano notó que su entereza era más frágil de lo que había pensado. Se sentía insegura sobre las piernas. Apenas tenía fuerzas para sostener el pesado candelabro. Comprendió que si continuaba quieta por más tiempo podía acabar por desplomarse.
Necesitaba moverse, actuar cuanto antes. Consumar sus propósitos era lo único que podría sostenerla en pie.
Como aferrándose a una última esperanza, introdujo la llave en la cerradura de la gran puerta. Con sorprendente facilidad, como si hubiese sido engrasado para facilitar su funcionamiento, el mecanismo de apertura obedeció casi sin esfuerzo.
Tras varias horas de obstinado y rabioso forcejeo, Mathilde había logrado al fin liberar sus magulladas muñecas de las ligaduras que las aprisionaban. Desatar el resto de su cuerpo, ya con las manos libres, no le exigió mucho tiempo más.
Superó pronto la confusión de su ánimo con el procedimiento que había venido empleando en los últimos años: atribuirle la culpa de todas sus desgracias a Théodore Bertrand y aumentar el desprecio y el odio que su persona le producía.
Salió del ruinoso cobertizo más convencida que nunca de su papel de vengadora. Se sentía débil, desfallecida, pero las ansias de revancha la alimentaban de energía.
Empezó a caminar por las tinieblas del parque en dirección al faro. No tenía noción exacta del tiempo que había transcurrido mientras ella estaba inconsciente, pero creía estar aún en la noche anterior, en la noche en que había entrado en la finca y se había enfrentado a Geneviève. Consideraba aún probable que Gundula estuviese en el faro, ajena a lo que se cernía sobre ella.
Solo había perdido unas horas, pensaba. Caminó más de prisa: quería llegar al faro cuanto antes.
De modo súbito, Bertrand abandonó su escondrijo ante la Vieille Maison y entró rápidamente en la casa.
Truillet, por unos instantes, dudó. Estaba casi decidido a modificar drásticamente su planteamiento de la operación porque empezaba a temer que perdería la batalla. Así se lo hizo saber a Thomas. "



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