Mi madrina (fragmento) "Una tarde, estando yo con mi madrina en la puerta de la casa, dos rezadoras, antiguas compañeras suyas en los novenarios, al pasar frente a nosotros aligeraron el paso, se santiguaron y no nos dijeron adiós ni nos alzaron a ver siquiera. —Nos tienen miedo... –murmuré inconscientemente, con aflicción. Ella estrechó mi cabeza contra su pecho, e inmediatamente se fue a sentar en su viejo taburete, para disimular con un rezo el amargo sollozo que no pudo contener. Dos o tres incidentes parecidos ocurrieron luego. Y un domingo, al terminar la misa, cuando íbamos saliendo de la iglesia, una mujer a nuestro lado dijo, en alta voz, para que oyeran todos, y señalando abiertamente a mi madrina: —¡Miren qué hipócrita! ¡Se va a salar la iglesia...! ¡Hay que decirle al Padre que l’eche una maldición, pa que no vuelva a poner los pies aquí! Por eso jamás pudimos volver a visitar la iglesia. Siempre que le sucedían cosas así mi madrina caía en negros y prolongados períodos de angustioso mutismo, de silenciosa desesperación. Entonces ayunaba por días y días, rezaba más que nunca y se atormentaba con crueles penitencias. Una noche de esas me desperté muy tarde, casi amaneciendo ya, y al verla se me encogió el corazón de angustia y de temor. Mi madrina, cubierta apenas por un ligero camisón, estaba hincada ante la Virgen del Carmen, sobre granos de maíz, entre dos velas encendidas, con sus delgados brazos en alto y una gruesa piedra en cada mano; en ese continuado esfuerzo, lentas y brillantes gotas de sudor se le escurrían desde los brazos hasta el cuello y las axilas, y toda ella se estremecía a cada sollozo mientras en voz baja y temblona imploraba la ayuda del Cielo: —¡Ayúdame, Virgen Santa, y dame tu perdón... ! ¡Todo lo que hago y lo que sufro es por él...! ¡Yo no necesito nada...! ¡Dios lo sabe, Virgen Purísima! Un pavor horrible se apoderó de mí y comencé a llorar desesperadamente, interrumpiendo así las invocaciones de mi madrina. Ella se asustó al oírme, dejó caer las piedras, apagó las velas de dos nerviosas manotadas y corrió a acostarse apresuradamente, tratando de consolarme con palabras de aliento y de cariño. Algunas veces, cuando a pesar de sus muchas penitencias la angustia y el desasosiego se le hacían intolerables, mi madrina acudía a doña Mercedes. La bondadosa anciana, que se reía de todos los malignos decires de la gente, la tranquilizaba entonces, confortándola con reflexiones y consejos convincentes y oportunos. —¡No hagas caso, Chon! –le decía–. ¿Por qué te preocupa todo lo que dicen y hacen esas beatas hipócritas y deslenguadas? ¡Si es envidia lo que te tienen...! Dios sabe que no lo estás haciendo mal a nadie; y conoce tu intención... ¿No es en educar esa criatura en lo que estás pensando? Algún día, gracias a vos, Juan Ramón será doctor. Para ese entonces vos y yo estaremos hechas polvo, claro está; pero él se tendrá que acordar de vos, de las hambres que pasaron juntos, y entonces se le conmoverá el corazón y le podrá hacer muchos favores a los pobres... ¿Qué más querés que una obra de esas? Mi madrina regresaba siempre muy calmada y satisfecha después de esas pláticas con doña Mercedes. Sin embargo, mi madrina parecía sentirse cada vez más obligada a visitarla menos, posiblemente por el temor de perjudicarla con su mala fama. Pero doña Mercedes continuaba siendo su escudo y su refugio ante la incomprensión y maldad de la gente, y la luz que alumbraba su áspero camino. También le quedaba otro amigo seguro: Bernardo, el pordiosero del Brazil. Bernardo reaccionaba indignado contra los chismes del vecindario y defendía con calor a mi madrina, que para él era una santa. Cada vez que pasaba, con su saludo cariñoso le dirigía palabras de aliento y de consuelo, como para contribuir a mitigar las amargas penas de su amiga. Yo, por eso, cada día lo quería más; y me alegraba poder regalarle siempre muchas cosas y algún dinero, que mi madrina apartaba todas las semanas para él. Bernardo, al despedirse, algunas veces me decía, sonriendo alegremente: —Juan Ramón, serás un gran doctor. ¡El doctor de los pobres! Yo me voy a esperar ¿sabes?, pa que me cures estas manos tan encogidas y estas canillas tan inútiles... ¡Cuidado te vas a olvidar entonces de mí!. " epdlp.com |