Encuentro con el otro (fragmento)Ryszard Kapuscinski
Encuentro con el otro (fragmento)

"El diálogo con los Otros nunca ha sido ni será fácil, muy especialmente hoy, cuando las cosas se desarrollan en una escala nunca vista, difícil de abarcar y de controlar, con un grado de complicación imponente y cuando muchas fuerzas trabajan para dificultar ese diálogo, cuando no para imposibilitarlo. Aun sin estos intereses y objetivos inmediatos —políticos, ideológicos o económicos— existen también otros problemas de peso.
Uno de ellos está en el punto de mira de la hipótesis de Sapir-Whorf: la del llamado relativismo lingüístico. Resumida al mínimo, dice que el pensamiento se forma a partir del lenguaje y que, como hablamos diferentes idiomas, cada comunidad crea su imagen del mundo, propia e intransferible. Las cosmovisiones ni coinciden, ni son intercambiables. Por eso mismo el diálogo, aunque no imposible, exige de sus participantes grandes dosis de esfuerzo, de paciente tolerancia y de voluntad de entendimiento y compenetración. La conciencia de que, al hablar con Otro, tengo delante a alguien que en ese mismo momento ve y comprende el mundo de manera diferente a la mía, resulta fundamental a la hora de crear la atmósfera para un diálogo positivo.
Otro problema en las relaciones entre Nosotros y Ellos —los Otros— radica en que todas las civilizaciones son muy propensas al narcisismo, y cuanto más poderosa es una, con mayor fuerza se manifestará esa propensión. Esta tendencia empuja a las civilizaciones a entrar en conflicto con otras, hace aflorar en ellas la arrogancia y el ansia de dominio, cosas que invariablemente van unidas al desprecio por el Otro. En la China antigua, esa arrogancia adquiría una forma más sutil: de compasión por todo aquel que había tenido la desgracia de nacer no chino. El narcisismo en cuestión siempre ha estado —y sigue estando— camuflado por todo tipo de ardides retóricos; las más de las veces, de pueblo elegido o llamado a cumplir una misión salvadora, o las dos fórmulas juntas.
Otro problema radica en el carácter ambivalente de nuestra primera reacción ante el Otro. Por un lado, el ser humano necesita a otro ser humano, lo busca, sabe que no puede vivir sin Otros, pero, al mismo tiempo, en el momento del primer contacto reaccionará con desconfianza, inseguridad y miedo. Y todos son sentimientos y sensaciones que se resisten a cualquier intento de control, como también a cualquier esfuerzo encaminado a estimularlos.
Y eso que la cultura —vaya, también el mismo ser humano— se forma en situación de contacto con Otros (por eso todo depende en tal medida de ese contacto). Para Simmel, el individuo no se forma sino en un proceso de relación, de vinculación con los Otros. Lo mismo afirma Sapir: «El verdadero lugar donde se desarrolla la cultura está en la interacción entre personas». Los Otros —repitámoslo una vez más— son el espejo en que nos reflejamos y que nos hace conscientes de quiénes somos. Mientras no había salido de mi país, no tenía conciencia de ser blanco y de que tal cosa podía tener alguna influencia sobre mi vida. Solo cuando me encontré en África, enseguida me la hizo tomar el aspecto de sus habitantes. Gracias a ellos descubrí el color de mi piel, algo en lo que jamás se me habría ocurrido pensar. Los Otros proyectan luz sobre mi propia historia. Al oír hablar de los campos de concentración nazis y de los gulags soviéticos, se asombraban de que el blanco pudiera ser tan cruel con otro blanco. ¿Por qué los blancos se odiaban hasta el extremo de asesinar a sus semejantes a millones? A sus ojos, en el siglo XX la raza blanca se había suicidado. Esto les dio valor para empezar su lucha contra el colonialismo.
Hay otras muchas dificultades, muchos interrogantes e incluso misterios en el camino hacia nuestro encuentro con los Otros. Y, sin embargo, ese encuentro y la convivencia en un planeta cada vez más globalizado son inevitables. Al fin y al cabo, vivimos en un mundo multicultural. No porque haya más culturas hoy que en tiempos pasados (en realidad su número no para de decrecer). Ya Herodoto, dos mil quinientos años atrás, nombra en su obra cientos de tribus, confesiones y lenguas que él mismo conoció o de las que oyó hablar. Y las enumera como algo obvio, algo que existía desde tiempos inmemoriales. Más tarde, en siglos posteriores, docenas de viajeros y mercaderes se asombrarán ante el rico panorama de los pueblos y de las culturas que encontrarán durante sus periplos.
Lo que sí es nuevo hoy es que somos mucho más conscientes de su presencia e importancia, de su multiplicidad, de su derecho a existir y tener una identidad propia. Y todo esto coincide con la actual revolución en transportes y comunicaciones, que ha hecho posible encuentros multilaterales de estas culturas, un diálogo a muchas voces y en muchas direcciones, y también —dependiendo de la situación— disputas y conflictos. Y como todo esto sucede en un mundo mucho más democratizado que nunca, los Otros tienen mayor posibilidad de hacer oír su voz, voz a la que —también es cierto— no todo el mundo quiere prestar atención.
El hecho de que se reconozca la multiculturalidad del mundo ya en sí es un progreso, por supuesto, pues crea un clima que favorece a culturas no hace mucho humilladas y denigradas, pero se trata de un progreso que oculta en su seno al menos dos peligros:
— el primero: la enorme energía y la ambición de culturas recientemente independizadas pueden ser utilizadas por racistas y nacionalistas de toda calaña para provocar guerras contra los Otros;
— el segundo: la consigna de profundizar en la cultura propia puede ser utilizada para fomentar el etnocentrismo, la xenofobia y la hostilidad hacia el Otro. La teoría del desarrollo autónomo de las culturas —el principio de la multiculturalidad a menudo se interpreta como reconocimiento de su derecho a su intocable exclusividad— puede ocultar un deseo de separación, la negación de la necesidad y utilidad del intercambio, la arrogancia y la repulsión hacia los Otros.
Participar en el mundo multicultural exige madurez y fuerte sentido de identidad. ¿Cómo establecer esta y confirmarla? En Europa lo hacemos mediante símbolos con los que nos identificamos, como, por ejemplo, la bandera y el himno nacionales. En la tradición africana, sin embargo, en la que la identidad era producto de vínculos con el clan y la tribu, dos africanos, al encontrarse en un camino, empezaban la conversación con un largo intercambio de preguntas por medio de cuyas respuestas intentaban descubrir a qué tribu pertenecían y si las relaciones entre sus respectivas tribus eran buenas o malas, pues de ello podían depender la calidad y el resultado del encuentro. "



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