Benito Cereno (fragmento) "Tanto por cambiar de escenario como para complacerse en observar la aproximación de la lancha ballenera, salvó las mesas de guarnición y subió hasta la galería de estribor. Esos balcones de aspecto veneciano, ya antes mencionados, constituían retiros aislados de la cubierta. Cuando pisó su pie los musgos marinos, medio húmedos, medio secos, que tapizaban el sitio, y recibió en su mejilla un soplo de brisa solitaria, fantasmal airecillo sin heraldo ni escolta, advirtiendo con la vista la fila de pequeñas portas redondas, todas cerradas con rodelas de cobre como los ojos de los difuntos en sus féretros, la puerta de la cámara antes comunicada con la galería (adonde iban a abrirse las portas antaño) y ahora calafateada y tan sólidamente sujeta como la tapa de un sarcófago, con el panel, el umbral y las jambas barnizadas con un alquitrán negro purpúreo; cuando evocó los tiempos en que en esa cámara y encima de su balcón habrían resonado las voces de los oficiales del rey de España, mientras las hijas de los virreyes de Lima permanecían como asomadas tal vez en aquel mismo lugar donde ahora se encontraba; cuando esas y otras imágenes flotaban en su mente, igual que la ráfaga en el aire tranquilo, sintió crecer en él esa inquietud ensoñada que un hombre solo en la pradera comienza a experimentar frente a la inmovilidad del mediodía. Se apoyó en la balaustrada esculpida, volviendo de nuevo la vista hacia la ballenera, pero sus ojos advirtieron entonces la cinta de yerbas marinas que se movía a lo largo de la línea de flotación del navío, tan rígida como el reborde de un arriate, y sobre los parterres de algas, cuyos grandes óvalos o medias lunas flotaban acá y allá, separados por largas avenidas solemnes que traspasaban las terrazas de las olas y se encorvaban como para conducir hasta grutas ocultas. Dominando todo aquel panorama, la balaustrada en que se apoyaba su brazo, a intervalos manchada de pez y otras veces realzada por el musgo, parecía como el vestigio carbonizado de un cenador emplazado en un espléndido parque abandonado desde mucho antes a su propia ruina. A fuerza de intentar romper un encantamiento, otra vez se encontraba como hechizado. Por más que viajara por el ancho mar, tenía la impresión de hallarse en algún lugar muy distante, tierra adentro, como prisionero en un castillo abandonado desde el que su mirada avizorara regiones desiertas y rutas indeterminadas que ningún vehículo, ningún transeúnte animaba con su sola presencia. Sin embargo, estos encantamientos se disiparon en una mínima parte cuando su mirada tropezó en las oxidadas mesas de guarnición. De estilo arcaico, con sus eslabones, argollas y pernos macizos y enmohecidos, parecían todavía más conformes con la actual función que el barco desempeñaba, que con la que en un principio les había sido señalada. En aquel instante creyó ver que alguna cosa se movía cerca de las cadenas. Se restregó los ojos y miró con fijeza. En la jungla de aparejos que las rodeaban, observó, oculto detrás de un gran obenque como un indio al acecho tras un nogal de América, a un marinero español con un pasador en la mano. El hombre hizo un amago de querer dirigirse hacia el balcón aquel, pero seguidamente, igual que si lo hubiera alarmado un rumor de pasos sobre la cubierta, se esfumó en las profundidades de la selva de cáñamo, cual un cazador furtivo. ¿Qué quería significar aquello? El hombre había intentado comunicarle alguna cosa sin que nadie pudiera advertirlo, ni siquiera su propio capitán. ¿Sería tal vez desfavorable para don Benito aquel secreto? ¿Iban a confirmarse sus primeras sospechas? ¿O bien, en su inquietud actual, interpretaba como un gesto significativo lo que quizá no había sido más que un movimiento del todo involuntario exigido por la tarea que aquel individuo estaba realizando? No sin desconcierto, volvió a buscar con la mirada la ballenera, pero la descubrió momentáneamente oculta por un saliente rocoso de la isla. Al inclinarse hacia delante con cierto ímpetu, acechando el instante en que otra vez apareciera su proa, la balaustrada cedió bajo su peso lo mismo que carbón de leña. De no haberse cogido a una jarcia puesta a su alcance, hubiera caído al mar. El crujido, aunque débil, y la caída, más bien sorda, de los trozos podridos, debían de haberse oído. Alzó la vista. Uno de los viejos de la estopa, que se había deslizado desde su lugar hasta un botalón de popa, lo contemplaba desde su altura con una moderada curiosidad, mientras que por debajo del viejo negro, e invisible a sus ojos, aparecía de nuevo el marinero español, el cual, situado en una porta, echaba una mirada inquisitiva igual que un zorro desde el orificio de su madriguera. Cierto matiz en la expresión del hombre suscitó de pronto en el capitán Delano la idea insensata de que la indisposición alegada por don Benito, al retirarse de la cubierta, sólo era un pretexto, que este último estaba proyectando algún complot del que había tenido noticia el marinero y contra el cual trataba éste de poner en guardia al forastero, tal vez en señal de gratitud por alguna benévola expresión del americano pronunciada al subir a bordo. ¿Era para prevenir una intervención de tal suerte, por lo que don Benito había dado antes tan malos informes sobre sus marineros, a la vez que enaltecía a los negros, siendo así que los primeros parecían en verdad tan dóciles como éstos, los negros, se mostraban tan turbulentos? Además, los blancos eran por naturaleza los más agudos. Cualquier hombre que tramara algún proyecto maligno, ¿no se sentiría naturalmente inducido a elogiar una estupidez incapaz de intuir su propia depravación y a denigrar una inteligencia demasiado perspicaz para no advertirla? Tal vez no fuera improbable esto. Pero, si los blancos tenían conocimiento de las fechorías secretas que corrían a cuenta de don Benito, ¿podría estar éste entonces en convivencia con los negros? No, pues parecían éstos demasiado estúpidos. Aparte de esto, ¿quién ha oído hablar en alguna ocasión de un blanco tan renegado que se aliara con los negros para combatir su propia raza? Estos enigmas le recordaron las dudas que había tenido antes. Perdido en medio de su laberinto, el capitán Delano, que otra vez había ganado la cubierta, avanzaba sobre las planchas con paso intranquilo, cuando observó un nuevo rostro, el de un viejo marinero sentado, con los piernas entrecruzadas, junto a la escotilla mayor. Tenía la piel surcada de arrugas como la bolsa vacía de un pelícano, ensortijado el pelo, grave y serio el continente. Sus manos estaban llenas de jarcias, con las que formaba un gran nudo, y varios negros lo rodeaban, sumergiendo aquí y allá, dócilmente, los cordones según lo exigiera aquella labor. " epdlp.com |