El año 2000 (fragmento)Edward Bellamy
El año 2000 (fragmento)

"Mientras mis ojos recorrían los nombres, en el lomo de los volúmenes —Shakespeare, Milton, Wordsworth, Shelley, Tennyson, Defoe, Thackeray, Hugo, Hawthorne, Irving y una cantidad mayor de grandes escritores de mis tiempos y de todos los tiempos—, comprendí su idea. Había cumplido su palabra, pero de manera tal, que su literaria realización hubiera sido un desengaño. Me había llevado junto a un grupo de amigos que, durante el siglo transcurrido desde que los tuve ante mis ojos, habían envejecido tan poco como yo. Su vigoroso espíritu, su criterio agudo, sus risas y sus lágrimas, eran tan comunicativos como cuando sus sentencias hacían deslizar suavemente las horas de un siglo atrás. Ya no podía sentirme solo en tan buena compañía, por muy profundo que fuera el abismo que los años hubiesen ahondado separándome de mi vida anterior.
—Ya veo que está satisfecho de que lo haya traído aquí —exclamó Edith, radiante, al leer en mi rostro el éxito de su tentativa—. ¿No es verdad que ha sido una buena idea, señor West? Lo dejaré con ellos, porque sé que ahora cuenta usted con sus viejos compañeros; pero recuerde que no debe permitirles que le hagan olvidar a los nuevos amigos.
Y se alejó después de hacerme esta amistosa indicación.
Atraído por el más familiar de los nombres que tenía delante de mí tomé un volumen de Dickens y me senté a leer. Había sido mi autor favorito entre los escritores del siglo —me refiero al decimonoveno— y muy raramente transcurría una semana, en mi anterior existencia, sin que le dedicara alguna hora. Cualquier libro que me hubiera sido conocido, me habría causado extraordinaria impresión al volver a leerlo en las actuales circunstancias; pero mi excepcional familiaridad con las obras de Dickens tuvo la fuerza suficiente, que otros no habrían conseguido, para evocar recuerdos de tiempos idos, intensificando, por contraste, mi apreciación sobre los momentos actuales.
Por desconcertantes que sean los detalles del ambiente nuevo en que uno se ve envuelto, la tendencia natural es a asimilarse al mismo, tan pronto como se ha perdido el sentimiento de verlos objetivamente, absorbiendo su desconocimiento. Esa tendencia, que casi me había vencido, fue deshecha por las páginas de Dickens, que me transportaron, por las ideas que asociaban, al punto de partida de mi vida anterior. Con una claridad no lograda hasta ese instante, veía ahora el pasado y el presente uno junto al otro, como contrapuestas figuras.
Durante el par de horas que estuve allí sentado con el libro de Dickens abierto ante mis ojos, no pude leer más que unas pocas páginas. Cada párrafo, cada frase, hacían resaltar algún nuevo aspecto de la transformación mundial que había tenido lugar y desviaban mi imaginación hacia lejanos caminos. Mientras así meditaba en la biblioteca del doctor Leete, llegué gradualmente a tener una idea más clara y concreta del prodigioso espectáculo que me había tocado contemplar, y me invadió una profunda emoción ante lo que parecía un capricho del destino, permitiendo, a quien tan poco lo merecía, ser el único de sus contemporáneos que apareciera de nuevo sobre la tierra en años tan avanzados.
Nunca me había preocupado, ni menos había trabajado, por un mundo nuevo, como tantos otros lo hicieran, indiferentes al desprecio de los locos o a la falta de sentido de los cuerdos. Mucho más de acuerdo con la lógica hubiera sido que llegara a contemplar la realización de lo anhelado una de aquellas almas ardientes y proféticas, como la de aquel, por ejemplo, cuyo recuerdo cruzó mi mente, que lo merecía mil veces más que yo, y que había cantado una y otra vez la visión de un mundo venturoso:
[...]
Aunque en sus viejos tiempos perdiera por momentos la confianza en su propio vaticinio, como lo hacen casi siempre los profetas en sus horas de amarga depresión, habían quedado las palabras como testimonio eterno de la visión del poeta, verdadera recompensa que es dada a la fe.
En aquel día cayó una violenta tromba de agua sobre la ciudad, y deduje que las calles habrían quedado en tales condiciones que mis huéspedes cambiarían de idea, quedándose a cenar en su casa, aunque según me parecía haber entendido el salón de comidas no quedaba muy lejos. Llegada la hora quedé sorprendido al ver aparecer a las señoras dispuestas a salir, sin llevar ni impermeable ni paraguas.
El misterio quedó aclarado en cuanto pisé la calle, porque observé que se había desplegado, a todo lo largo de las aceras, una especie de toldo impermeable, convirtiéndolas en un corredor tan seco como bien iluminado, por el cual desfilaban damas y caballeros vestidos para la cena. Puentes livianos, igualmente protegidos, permitían cruzar las calles en las esquinas.
Edith Leete, junto a quien caminaba yo, parecía muy interesada al saber, cosa que parecía una novedad para ella, que el mal tiempo tornaba intransitables las calles del viejo Boston, salvo para quienes se animaban a salir protegidos por paraguas, botas y pesados abrigos.
—¿No conocían los toldos para las aceras? —me preguntó.
Le expliqué que ya se usaban, pero en forma irregular y esporádica, siendo de propiedad privada. Me contó, a su vez, que en la actualidad todas las calles estaban protegidas de las inclemencias del tiempo en la forma que yo había visto, y cuando ya no era necesario se enrollaba el aparato, quedando fuera de la vista. Creía ella, en su fuero interno, que debía considerarse locura permitir que el estado del tiempo pudiera influir sobre las actividades sociales del pueblo. Pero el doctor Leete, que caminaba delante de nosotros, habiendo oído algunas palabras de nuestra conversación, se dio vuelta para decir que la diferencia entre la era del individualismo y la de la cooperación se definía claramente por el hecho de que, cuando llovía, en el siglo XIX el pueblo de Boston abría trescientos mil paraguas sobre muchas cabezas y en el siglo XX se abría un paraguas sobre todas las cabezas.
—El paraguas individual —dijo Edith, mientras seguíamos caminando— es la imagen favorita de mi padre para ilustrar los viejos tiempos en que cada uno vivía para sí y para su familia. En la Galería de Arte hay un cuadro del siglo XIX, en el que se ve una cantidad de gente bajo la lluvia, y cada persona sostiene un paraguas que lo resguarda junto con su mujer, dejando que las gotas resbalen sobre el vecino. Mi padre insiste en que la intención del artista fue burlarse de su propia época.
En esto llegamos a un edificio donde iba entrando muchísima gente. A causa del toldo no pude ver bien el frente, pero debía de ser magnífico si estaba de acuerdo con el interior, que era más hermoso que el gran almacén visitado el día anterior. Mi compañero me explicó que el grupo escultórico que se hallaba sobre la entrada era objeto de mucha admiración. Después de subir una imponente escalera seguimos por un amplio corredor sobre el que se abrían numerosas puertas. Entramos por una de ellas, en cuya parte exterior había visto el nombre de mi huésped, y me encontré en un elegante comedor donde había una mesa preparada para cuatro personas. Las ventanas se abrían sobre un patio donde una fuente elevaba a gran altura su surtidor, y la música parecía vibrar en la atmósfera. "



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