El niño (fragmento)Jules Vallès
El niño (fragmento)

"Yo comprendí que les cohibía. Me echaron una mirada, los dos al tiempo, una mirada que quería decir: «Delante de él, no», o «¿Por qué estás aquí?». No olvidaré nunca ese «¡Grandísimo tonto!», tan tierno, y ese gesto tan dulce.
Han alquilado para la señorita Miolan un rinconcito en el campo, donde suelen pasar dos o tres horas por las tardes, después del colegio, y el día entero los domingos, cuando hace buen tiempo.
¡Qué buenos ratos pasamos allí los pequeños Brignolin y yo!
Los alrededores de la casita de recreo no son bonitos. Está situada al final de un camino desierto, negro de carbón, amarillo de arena, gris de polvo, que huele a quemado, a ceniza. Los zapatos se destrozan al andar por él, y los carruajes chirrían. Hay una mina allá lejos y dos fábricas de ladrillo que muestran sus tejados planos en medio de la desnudez del campo. La hierba está reseca y chamuscada, sólo crece en algunos sitios, como restos de pelo sobre el lomo de un camello. Hay pedazos de carbón y de ladrillo, rojizos y apagados como coágulos de sangre. Nosotros hacemos montones con todo esto, formando pórticos y cabañas; cavamos agujeros en el suelo; prendemos fuego y soplamos. Brilla la llama y el humo da vueltas con el viento. Es como si trabajáramos acordándonos de Robinson. Estamos solos en esta vasta llanura, como si hubiéramos de vivir sin necesidad de las ciudades. Hablamos como los hombres y como los hombres sentimos toda la emoción del silencio. Cuando nos cansamos de esta naturaleza muda y vacía, cuando empezamos a sentir el frío de la noche y los ruidos van desapareciendo uno a uno, como piedras arrojadas en un abismo, volvemos hacia la casa cubierta de rojo y calzada de verde.
Tiene un jardincillo, con dos árboles, recuadros de pensamiento y un girasol.
Me parece estar viendo aún esos pensamientos con sus pupilas de oro, sus párpados azules y siento el aterciopelado de sus pétalos. Recuerdo que había unas matas que yo cuidaba. Todavía guardo unos pétalos en un viejo libro.
Cuando encienden la luz de la casa, vemos de lejos la lámpara que luce como una estrella.
Las señoras y mi padre improvisan una cena con frutas, leche y pan negro. Han ido a buscar estas provisiones al otro lado del pueblo. ¡Qué paz! Tengo en los ojos lágrimas de felicidad.
¡Los domingos se arma un jaleo! Llevamos las provisiones. Madame Brignolin se pone un delantal blanco, mi madre se remanga el vestido y mi padre ayuda a limpiar las verduras. A los pequeños nos tiran algunas zanahorias crudas para que les demos unos mordiscos. Ayudamos en la cocina, damos vueltas al pollo sobre el fuego de brasa (recogiendo las gotas de grasa); todo lo enredamos y todo lo rompemos; nadie protesta.
¡Qué ruido de pucheros y platos! Y después un nido de mandíbulas, un ruido de botellas descorchadas.
Con el postre catamos un vino blanco, espumoso.
Se bebe y se vuelve a beber.
Siempre empiezan por beber a la salud de la señora Vingtras.
Ella contesta toda sonrojada de placer; su sangre de campesina corre más libre en esta atmósfera aldeana, con estos tufillos de taberna y esas vistas de granjas a lo lejos.
Apenas si recuerda que debo remangarme el pantalón, ni se preocupa de mis zapatos nuevos, llenos de pegotes de barro. Además, madame Brignolin se lo impide. "



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