Aquello estaba deseando ocurrir (fragmento)Leonardo Padura
Aquello estaba deseando ocurrir (fragmento)

"Algo curioso ocurría con aquella mujer que, una vez cumplida su actuación, bajaba al bar con su cigarro en los labios y bebía en silencio aquel único trago de ron. La costumbre parecía ser ancestral, pues nada más ocupar su banqueta, el barman le servía su carta blanca y Violeta lo bebía a sorbos lentos, entre cigarro y cigarro, sin hablar con nadie, apenas observando a través de su pelo cómo el hielo se fundía con el ron, hasta que a las dos de la madrugada, hora del cierre, apuraba el resto de su bebida y salía a la calle, sin despedirse de nadie, sin que nadie la acompañara, sin que nadie la esperara, mientras yo la miraba alejarse, incapaz de abordarla, lleno de interrogaciones y desbordado de deseos.
Tantas noches la vi cantar, beber su trago e irse sola hacia su misterio que, con un acopio de todas mis voluntades, decidí cortar aquella historia que ya se me hacía agobiante y me robaba toda la concentración. Si mi timidez me impedía hacer algo más que mirarla y oírla desde mi rincón, imaginando desenlaces que nunca me atrevería a propiciar, lo mejor era reencausar mis expectativas y olvidarme de aquel imposible que ni siquiera debía de saber de mi existencia, que me había convertido en fumador de cigarros y que podía costarme el primer año de la carrera. Entonces decidí no volver a La Gruta, no caminar por la Rampa y sus tentaciones, dejar de escuchar boleros y evitar toda cercanía a los caminos que conducían a un fantasma llamado Violeta del Río.
Llegó septiembre de 1968 y el inicio de mi segundo curso en la universidad. Las vacaciones del verano, que había pasado en mi casa, lejos de La Habana y sus disolutas tentaciones, debieron de ayudarme en mi propósito de sacarme de la mente a Violeta del Río, y al regresar a la ciudad pensé que estaba curado de la adicción que me habían inoculado aquella mujer y sus canciones. Fue reconfortante para mí saber que recuperaba mi tranquilidad habitual y que otra vez podía reunirme con mis compañeros en la heladería Coppelia, donde a golpe de helados y algún ron oculto en canecas, montábamos largas tertulias donde insistíamos en hablar de temas elevados, tan lejanos del bolero y su mundo decadente. Demasiado fácil me resultó resistir el impulso de caminar Rampa abajo, hacia La Gruta, y creo que Violeta del Río apenas sería hoy un recuerdo apacible si una noche mis compañeros de la universidad no hubieran propuesto pasar un rato por La Gruta. Varios de ellos, que habían asistido a las actuaciones de la cantante y hablaban entusiasmados del modo singular en que ella hacía los boleros, insistieron en que fuéramos a verla, y mis defensas, más endebles de lo que yo creía, apenas necesitaron de aquel pretexto para deshacerse, como cera al fuego.
Nada más entrar en La Gruta y pedir un ron collins fue como sentir que regresaba a mi lugar. Faltaban quince minutos para que comenzara la actuación de Violeta del Río y descubrí que mi pecho palpitaba y mis manos sudaban de pura ansiedad. Increíble me resultó comprobar hasta qué punto había llegado mi fortaleza al prohibirme volver a aquel sitio por casi dos meses. Pero ahora, descontrolado, comprendí también que no debí haber regresado, y tuve la certeza absoluta de mi error cuando las luces se apagaron y del corazón de las tinieblas brotó la voz gruesa y susurrante de Violeta del Río. "



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