Los enemigos de la mujer (fragmento)Vicente Blasco Ibáñez
Los enemigos de la mujer (fragmento)

"Un vejete de barba corta y dura sobre un rostro de cadavérica palidez se inclinó profundamente á su paso, sin que su modestia sufriese al no recibir contestación. Era el hombre más buscado y halagado por las damas que frecuentaban el Casino. Llevaba una especie de solideo negro en la cabeza, el sombrero en la diestra y una medalla de esmalte con el Corazón de Jesús en una solapa. Atilio y Lewis también le habían buscado muchas veces. Miguel estaba seguro de que era amigo de la duquesa de Delille, y en más de una ocasión habría visto sus lágrimas. Facilitaba dinero al cinco por ciento... cada veinticuatro horas, y entretenía sus ocios estudiando de lejos á los recién llegados, por si se ofrecían como nuevos clientes.
También sonrieron al príncipe algunas damas de aspecto serio, todavía de buen ver, amplias de formas por un extremo y enjutas por el otro, como personas que se medicinan contra la obesidad y no obtienen un resultado regular. Estaban sentadas en los divanes de los ángulos, conversando entre ellas, mirando á los grupos de jugadores con un aire de empleadas que descansan después de cumplido su deber. Habían llegado á Monte-Carlo muchos años antes, con joyas, con miles de francos, con un hombre que sufría sus desigualdades de humor y encima daba dinero; y todo se había volatilizado en las mesas del Casino. Pero ellas seguían agarradas al escollo de su naufragio, tal vez para siempre, viviendo de los residuos de otros y otros, que, siguiendo la misma ruta, venían á chocar y á perecer. Se ofrecían á los forasteros como personas experimentadas en los misterios de la casa; aconsejaban á las parejas en viaje de amor qué número debían jugar, como si poseyesen el secreto. Además, se presentaban en el Casino á primera hora, para ocupar los mejores sitios en las mesas, y luego cedían su silla á un jugador rico, cliente fijo, que las recompensaba con generosidad si le favorecía la suerte.
Aún tuvo otros encuentros. Pasaron junto á él unas cuantas viejas, pero de una vejez incapaz de arrostrar el aire libre y la luz del sol. Esta ancianidad se acentuaba bajo adornos extraños que no recordaban ninguna moda: trajes de colorines desteñidos que parecían cortados de un cortinaje viejo y oliendo á casa ruinosa, sombreros monumentales ó turbantes esféricos fabricados con gasas de mosquitero. Unas eran de esquelética delgadez, otras de lívidas adiposidades; pero todas llevaban el rostro escandalosamente cubierto de bermellón y círculos acarbonados en torno de los ojos moribundos. "



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