El bigote (fragmento)Emmanuel Carrere
El bigote (fragmento)

"Permanecieron silenciosos en el coche. Sólo en cierto momento ella rozó su nuca, repitió con voz apenas audible: «Perdón.» Él estiró el cuello, amoldándose a la palma de su mano, pero ningún sonido pudo brotar de sus labios. Lo atormentaba la idea de que acaso ella hubiera mutilado o destruido todas sus fotos, todas las pruebas tangibles distintas del testimonio de los amigos, siempre en tela de juicio. Si no lo había hecho ya, había que apresurarse a ponerlas en lugar seguro, aunque sólo fuera para el dosier del psiquiatra. Notaba que, tras una breve mejoría, ella trataba de recobrar la ventaja, preparaba una ofensiva para colocado en situación de acusado, en la situación de quien debe proporcionar pruebas y, si jugaba tan a las claras, si se descubría, eso significaba que se había guardado las espaldas, había echado mano a dichas pruebas. Aunque, sin duda, ya era inútil, le habría gustado entrar el primero en el piso, no haberla dejado sola en él; había sido una locura ausentarse. Le quedaba una esperanza: si delante del edificio, antes de que él fuera a aparcar el coche en el garaje, ella expresaba el deseo de subir primero, entonces él podría decirle no, tú te quedas, retenerla a la fuerza si era preciso. Pero no dijo nada, bajó al garaje con él, indicando que el daño estaba hecho. Pensar que está loca, se repetía, no guardarle rencor, amarla así, ayudarla a salir de esto...
Tuvo que hacer un esfuerzo, en la puerta del piso, para dejarla pasar. Tras pagar este tributo a la galantería, renunció a hacer como si no buscara nada, y, tras haber recorrido con la mirada las estanterías, la mesa baja, el tablero de la cómoda, abrió uno por uno los cajones del escritorio, que, empujados sin miramientos, emitieron un ruido de madera seca.
—¿Dónde están las fotos de Java?
Ella lo había seguido; estaba de pie delante de él, con la mirada fija. Nunca, ni siquiera cuando hacían el amor, había visto en su rostro tal expresión de desamparo.
—¿De Java?
—Sí, de Java. Quisiera ver las fotos de Java. Sólo eso —precisó sin la menor esperanza de ser creído.
Ella se acercó, tomó su rostro entre las manos, con un gesto que ella había debido, que él había debido de hacer mil veces y que ella quería ahora cargar de convicción, sin el lastre de peso muerto que le confería la costumbre.
—Amor mío —murmuró. Su boca temblaba, como si la mandíbula fuera a desprenderse—. Amor mío, te lo juro: no hay fotos de Java. Nunca hemos ido a Java.
Pensó que se lo esperaba, que también eso tenía que ocurrir. Ahora sollozaba, como la víspera, como la antevíspera, como al día siguiente, y eso no terminaría nunca: cada tarde, una escena parecida, cada noche, hacer el amor para reconciliarse, tratar de olvidado todo en la ferviente quietud de los cuerpos, cada mañana, adoptar una naturalidad ficticia, y cada tarde, volver a empezar, pues es imposible fingir sin tregua que no pasa nada. Se sentía cansado, no pensaba ya sino en acelerar el ciclo, en hundirse en la noche, en estrechada entre sus brazos, y ya la estrechaba, arrullaba sus lloros, calmaba sus hombros, enferma de amor y de pena. Los espasmos enloquecidos de su cuerpo le decían que no mentía, que creía de veras, esa noche, no haber ido nunca a Java y que sufría demasiado para conseguir ocultárselo a él. Bueno, de acuerdo, no habían ido nunca allí, de acuerdo, él nunca había tenido bigote, de acuerdo, él había falseado su foto, de acuerdo en todo con tal de que se calmase, dejase de llorar, aunque fuera por poco tiempo. Los dos pedían merced, dispuesto cada cual a sacrificarlo todo, a negar la evidencia, a pagar una tregua al precio que fuera; pero ella seguía llorando, seguía temblando, y detrás de ella, en la pared, mientras besaba sus cabellos, él veía la gran manta tejida que habían traído de Java. A la mierda la manta, a la mierda Java, a la mierda todo; para, para, para, amor mío, repetía dulcemente otra vez, como de costumbre.
Sonó el teléfono, el contestador se puso en marcha. Oyeron la voz segura, casi risueña, de Agnès soltando el mensaje mientras ella hipaba entre sus brazos, y después, tras la señal acústica, la de Jérôme, que dijo: «¿Qué es lo que pasa? ¿Puedes explicármelo? Llámame», y colgó. Agnès se soltó, fue a acurrucarse al sofá. "



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