Pequeño teatro (fragmento)Ana María Matute
Pequeño teatro (fragmento)

"Entonces, Zazu pareció despertar. Bruscamente se apartó de él. Sus manos estaban abiertas sobre el pecho de Marco y notaba en las palmas los latidos de su corazón. «Su corazón, lleno de sueños. Su corazón, un gran velero incierto, sobre un mar de arena. Su corazón, un velero perdido en la arena seca, sedienta, resbaladiza y traidora, que lo tragará». Bruscamente, quiso apartar de sí aquel corazón, deseó no haber escuchado jamás aquel corazón. Le empujó con violencia, y Marco, sorprendido, vaciló sobre sus pies ridículamente. Estuvo a punto de caer al suelo.
Zazu se sintió liberada, y empezó a reír.
—¡Oh, Marco, pobre Marco! —dijo, con burla—. Parecías un pobre polichinela con los hilos rotos.
Marco palideció de ira. Por un momento su rostro adquirió un tinte terroso. Pero casi en seguida, toda señal de cólera desapareció, y un frío cansancio ablandó sus facciones. «Los globos de colores caen a la tierra picoteados de pájaros». Marco volvió desdeñosamente la espalda y se alejó en dirección a Oiquixa. Zazu quedó mirando las huellas que sus pies dejaban en la arena. Luego escupió sobre ellas, con rabia.
Sin embargo, cuando ya no le veía, fue ella siguiendo lentamente aquellas mismas huellas. Se hirió en un pie con una concha afilada, y, sobre el oro pálido de la arena, fue trazando un sutil caminillo de sangre.
Cuando las grandes sombras oscurecieron Oiquixa, Marco habló a Ilé Eroriak:
—Muchacho, ha llegado nuestra hora. ¿Recuerdas lo que te dije en cierta ocasión? Yo dije: «Recorreremos el mundo, como dos hermanos». Bien, pues ese día ha llegado ya. Huyamos, Ilé Eroriak, huyamos de estos muros de piedra, de estas sombrías callejuelas. ¡Tú aún no sabes lo que es libertad! Escúchame: cuando la luz del alba dore las tejas del campanario —señaló la torre de la iglesia—, partiremos para no volver. ¡Oh, mi querido Ilé Eroriak, alma blanca, espíritu inmóvil! ¡Querido hermano, tú jamás me abandonarás! ¿Qué nos importa a ti y a mí la estupidez humana, el egoísmo, la dureza? ¿Qué se nos da de sus problemas, de sus almas pequeñas, de sus huecas ambiciones? Tú y yo, Ilé, no lo dudes, somos como dioses entre tanta estulticia.
Marco se detuvo para tomar aliento, pensativo. Él mismo quedó algo impresionado por el tono de su voz.
Poco a poco, fue apagándose, y se relajaron sus músculos. Hasta que, al fin, apoyó la cabeza sobre la fría piedra y empezó a llorar ásperamente. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com