Severina (fragmento)Rodrigo Rey Rosa
Severina (fragmento)

"Una mañana paseaba yo sin rumbo cuando, de pronto, me di cuenta de que estaba casi frente a la puerta de la pensión Carlos. Oí un clic metálico (un sonido que tal vez a algunos de ustedes un día les será familiar: el golpeteo de un bastón en el piso de cemento) y luego lo vi al viejo, el viejo Blanco, aquel gordo del aeropuerto que ahora no me pareció ni tan viejo ni tan gordo. Nos cruzamos en la acera, pero apenas intercambiamos una mirada sin saludarnos. Era muy alto y desgarbado.
Seguí andando unos pasos. Para él yo era un perfecto extraño. ¿Pero era él en realidad? Lo dudé. Me detuve; tenía que hablarle. Para comenzar, contaba con el pretexto de los libros. Me di la vuelta, iba a decirle algo, pero la calle no era un buen sitio para una conversación como la que yo quería tener, y en lugar de abordarlo toqué el timbre de la pensión.
Saqué una tarjeta, escribí mi número de teléfono y la firmé. La muchacha de la limpieza abrió la puerta. Le pedí que entregara la tarjeta al señor Blanco y ella la recibió con un gruñido.
Salí a la calle y todavía alcancé a verle doblar la esquina. En lugar de seguirlo, continué mi paseo al azar, pero en un estado mental incomparable con el de relativa tranquilidad anterior a aquel encuentro fortuito.
Creo que era lunes, pero como no había lectura abrí la librería a eso de las tres.
El fue el primer cliente en entrar. Me dio las buenas tardes.
—¿Señor Blanco? ¿Recibió mi mensaje?
Se acercó a la caja con parsimonia.
—Soy Otto Blanco, sí. Pero no recibí ningún mensaje —se sonrió.
Le dije mi nombre y nos dimos la mano.
—Hace unas horas dejé mi tarjeta en su pensión.
—-Ah —dijo con semblante preocupado—. ¿Tiene que ver con Ana?
«Ana —pensé—. Entonces, no me mintió».
—No se preocupe, pero sí. —Hice un gesto que supongo que habrá parecido incoherente, no sé; fue algo inesperado e involuntario. Me reí—. Tiene que ver con ella. Entiendo que… es su esposa?
Arrugó el ceño.
—¿Eso le dijo ella?
Después de un instante incómodo, sonreímos los dos.
«Entonces ¿fue Ahmed quien mintió?», me pregunté.
—¿Hablamos de la misma persona? ¿Ana Bruguera?
—Sí, señor —contestó—. Ana Severina Bruguera Blanco.
—Me dijo que vivía con su padre. Pero, señor Blanco, disculpe, no quiero entrometerme.
—Soy el padre de su madre, o sea —aclaró—, su abuelo. Pero en realidad he sido su padre, sin duda. Y…
Otro silencio incómodo.
—Se trata de unos libros robados, ¿cierto?
Un momento más tarde yo estaba enseñándole la larga lista de libros que había pegado a la columna al lado de la caja registradora. Se puso a leerla con detenimiento, con una expresión satisfecha, los ojos acuosos de pronto muy bien enfocados.
—Todos esos libros los hemos leído juntos —dijo al terminar, y se volvió hacia mí—. No sabía de dónde provenían. Lo siento. No me lo cuenta todo, ¿sabe?
—Es su nieta, dice. —No podía creerlo, pero era lo que más quería creer.
—¿No va tecirme cuánto le tebemos? —de pronto su acento me pareció extrañísimo. Asiático, o tal vez centroeuropeo, pensé. Era como si durante un momento el soporte nervioso de su español se hubiera relajado.
—No es de eso de lo que quería hablarle. La verdad es que me gustaría volver a ver a Ana.
Tragó saliva y parpadeó.
—¿Y por qué querría usted verla?
La pregunta me hizo sentir como un colegial. No iba a decirle que estaba enamorado. No atiné a decir nada.
—No es usted el primer librero que se enamora de ella —dijo el viejo—. Si se arrepiente, mándeme la cuenta a la pensión.
—¿Está usted muy ocupado?
Me miró sin expresión.
—¿Yo? Soy prácticamente un vago. No, no tengo nada que hacer en absoluto.
Lo invité a tomar algo en el café de la esquina.
—Como ve, no hay clientes. Cierro el negocio un momento y ya está. Yo también —reconocí— soy prácticamente un vago.
Anduvimos en silencio hasta el café. El aspecto del señor Blanco ahora me pareció casi contrario al de la primera vez. Era un tipo robusto, de frente muy ancha, y tenía la tez quemada por el sol, aunque la piel de sus manos era pálida. Pedimos té negro con limón los dos.
—Tengo que comenzar diciéndole que somos personas comunes y corrientes, como cabe sospechar. Yo tengo mis ideas, y ella me sigue en eso pero, claro, a su manera. Siempre viví de los libros, y mi padre y mi abuelo, cada uno a su manera, vivieron también exclusivamente de los libros, de toda clase de libros. No hablo en sentido figurado, subsistimos sólo gracias a los libros —me dijo, y luego guardó silencio.
—Mi caso es muy diferente. Ni mis padres ni mis abuelos fueron amigos de los libros. La única que leía en casa era mi madre.
Ahora yo me sentía como un neófito que de pronto encuentra al maestro necesario, una conexión directa con la fuente de la sabiduría. "



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