Signor Hoffmann (fragmento)Eduardo Halfon
Signor Hoffmann (fragmento)

"Desde el tren se miraba el azul infinito del mar. yo seguía agotado, desvelado por el vuelo nocturno y transatlántico hasta Roma, pero sólo contemplar el mar, ese mar mediterráneo tan infinito y azul, me hacía olvidarlo todo, aun olvidarme de mí mismo. No sé por qué. No me gusta ir al mar, ni nadar entre las olas, ni caminar en la playa, ni mucho menos salir en barco. Me gusta el mar como imagen. Como idea. Como pensamiento. Como parábola de algo misterioso y a la vez evidente; de algo que al mismo tiempo promete salvarnos y amenaza matarnos. El mar, en fin, como una vecina desnuda y relumbrante en su ventana nocturna: desde lejos.
El viejo tren estaba recorriendo despacio toda la costa del mediterráneo, por Nápoles, por Salerno, por aldeas cada vez más pequeñas y pobres, hasta finalmente entrar en Calabria. Ese extremo sureño de la península italiana. Esa región tan bucólica y montañosa y aún dominada por una de las mafias más poderosas del país, la ’Ndrangheta. El vagón iba casi vacío. Una anciana hojeaba revistas de moda. Un militar o policía dormitaba en el fondo. En la fila delante de mí, una pareja de adolescentes, acaso novios, estaba coqueteándose y besándose y discutiendo recio en italiano. Ella se erguía un poco en su asiento y se ponía de perfil y le pedía a él que por favor contemplara su nariz (yo no podía vérsela desde atrás; me la imaginé aguileña y larga, pálida y bella). Pero el chico sólo se la besaba en silencio, y ambos entonces se volvían a derretir en risas y cariños. Tardé un poco en comprender que esa misma noche harían una gran fiesta con todos sus amigos, ya que la chica había decidido operársela, reducírsela, al día siguiente. Una fiesta de despedida para su nariz, comprendí en italiano. Los besos del chico, comprendí en italiano, eran besos de despedida.
Me bajé del tren en la estación de Paola, pequeña ciudad turística frente al mar. Estaba de pie en el andén, terminando de abrigarme en el frío invernal, e intentando decidir qué hacer, en qué dirección caminar, cuando sentí que alguien me agarró el brazo desde atrás. Signor Halfon. Le sonreí desconcertado, viendo su melena rubia, su barba greñuda, su mirada de loco, pero de loco benévolo, de loco que se acaba de escapar de algún circo y a nadie le importa. Yo soy Fausto, dijo. Benvenuto in Calabria, y me estrechó la mano. ¿Qué tal el viaje? su español me pareció correcto, aunque demasiado cantado. Todo él me pareció un actor de ópera bufa. Tendría, pensé, más o menos mi edad. Le dije que el viaje bien, pero largo. Me alegro, dijo rascándose la barba. Yo estaba tratando de recordar su nombre o su rostro, en vano. De pronto tomó mi maleta sin preguntarme. Bene, dijo. Andiamo subito, dijo, que ya es tarde, arrastrando mi pequeña maleta, guiándome del codo hacia delante como si yo fuera un ciego. Tengo la máquina estacionada aquí en la estrada, dijo. Para llevarlo a usted ahora mismo, Signor Halfon, al campo de concentración. "



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