La tragedia del Korosko (fragmento)Arthur Conan Doyle
La tragedia del Korosko (fragmento)

"Aquella travesía nocturna por el desierto la recuerdan todavía en sus pesadillas los cautivos supervivientes, su realidad misma fue como una pesadilla, el silencio con que los llevaban aquellas patas de cascos blancos, esponjosos, y las figuras oscilantes, de brillo movedizo, de que iban flanqueados. Parecía que el universo todo estuviese flotando delante de ellos lo mismo que la esfera de un reloj. Brillaba una estrella igual que una linterna que estuviese al mismo nivel de su camino. Un instante más tarde volvían a fijarse en ella y la encontraban a un palmo por encima, y debajo de aquélla brillaba otra. Una hora tras otra el ancho río fluía con sosiego sobre el fondo azul oscuro, un río de mundos y de sistemas planetarios que se deslizaba mayestático por encima de sus cabezas, vertiéndose sobre el negro horizonte. Los cautivos hallaban un vago consuelo en su inmensidad y belleza, porque entre el juego de aquellas fuerzas inmensas, su propia suerte y su propia personalidad resultaban triviales y sin importancia. El gran cortejo celeste avanzaba lentamente a través del firmamento: primero ascendía, luego flotaba en una casi inmovilidad aparente, y después iba hundiéndose con grandiosidad, hasta que allá en el Lejano Oriente apareció el primer frío resplandor grisáceo y unos y otros se sorprendieron dolorosamente con la visión de sus rostros macilentos.
Si el día los había atormentado con el calor, la noche les trajo una tortura más intolerable: la del frío. Los árabes se fajaron en sus amplias ropas y se cubrieron las cabezas. Los cautivos, a pesar de golpearse una contra otra las palmas de las manos, temblaban llenos de sufrimiento. La que más vivamente sentía el frío era miss Adams, mujer muy enjuta y en la que la circulación de la sangre era imperfecta debido a los años. Stephens se despojó de su chaquetilla de Norfolk, se la echó a la estadounidense por encima de los hombros y siguió cabalgando al lado de Sadie, silbando y chachareando para hacer creer a esta última que su tía le había quitado una carga de encima al llevar su chaquetilla; pero el engaño era demasiado ruidoso para no resultar evidente; sin embargo, quizá fuese hasta cierto punto verdad que Stephens sentía el frío menos que los demás, porque en su corazón ardía un fuego muy antiguo, y un júbilo curioso se entremezclaba en forma inexplicable con todas sus desdichas de ahora, hasta el punto de que se habría visto apurado para decir si esta aventura constituía la mayor desgracia o la mayor bendición de su vida. Mientras estuvieron a bordo del barco, la juventud de Sadie, su belleza, su inteligencia y buen humor concurrían para hacerle comprender que lo más que podía esperar era que la joven lo soportase caritativamente. Pero ahora tuvo la sensación de que le era, en efecto, útil a la joven, de que ésta iba aprendiendo, cada hora que pasaba, a volverse hacia él como quien se vuelve hacia el protector natural que uno tiene, y, por encima de todo, el abogado había empezado a encontrarse a sí mismo, es decir, a comprender que él era un hombre, verdaderamente fuerte y digno de confianza, que hasta entonces había estado escondido detrás de todas las artimañas de la rutina que habían formado a su alrededor una segunda naturaleza artificial que había llegado incluso a engañarle a él mismo. Su sangre empezó a caldearse con una leve llama de respeto a sí mismo. Había perdido su juventud cuando había sido joven, y esa juventud volvía ahora a surgir en su edad mediana igual que una magnífica flor retrasada. "



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